lunes, 12 de marzo de 2018

El viajero del siglo, de Andrés Neuman




Andrés Neuman acaba de publicar su última novela titulada Fractura. La tengo en el punto de mira, porque desde leí El viajero del siglo, Neuman es uno de mis escritores favoritos. Después continué con su ópera prima, Bariloche y más tarde leí Estar solos. Me parecieron dos obras extraordinarias, pero no tanto como la primera. Todavía recuerdo El viajero del siglo como una de mis mejores lecturas (de todos los tiempos), de modo que hago una prospección por mis cuadernos hasta que doy con las escasas notas que tomé mientras lo leía.

15 junio 2011. Miércoles.
Aprovecho la tarde para comenzar a leer una novela que compré ayer. Se trata de El viajero del siglo de Andrés Neuman, un escritor argentino afincado en Granada desde hace años, ciudad en la que se licenció en Filología Hispánica y continuó como profesor. A sus 22 años escribió Bariloche, publicada por Anagrama. Roberto Bolaño, tras leerla escribió :
«Tocado por la gracia. La literatura del siglo XXI pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre».
He leído más de sesenta páginas de la novela, que fue el Premio Alfaguara de 2009, y creo que Bolaño tenía toda la razón.

Hans es un viajero que recala en Wandernburgo, una ciudad que se mueve continuamente. Cada día, sus casas y sus calles cambian de lugar. En una de sus plazas, conoce a un organillero y tienen esta conversación:
“Siempre he creído que el amor es puro movimiento, una especie de viaje (y si el amor es ya un viaje, razonó el viejo ¿para qué necesitas irte?), buena pregunta, bueno, por ejemplo, para volver, para estar convencido de dónde querías estar, ¿Cómo vas a saber si estás en el lugar indicado si nunca te has ido?? (Yo sé que amo Wandernburgo por eso, contestó el organillero, porque no quiero irme), sí, sí ¿pero y las personas?,¿con las personas es lo mismo’, para mí no hay mayor alegría que volver a ver a un amigo que no veía desde hace tiempo, quiero decir, uno también regresa a los lugares porque los ama ¿no?, y un amor puede ser como volver de viaje» (p.68)

17 junio 2011
El amor es precisamente lo que impide al viajero Hans continuar con su viaje.
El viajero del siglo es una novela seria, y como tal hay que tomársela. Es una novela divertida, entretenida, didáctica y emocionante. Los debates literarios, filosóficos y políticos del Salón de los Gottlieb no tienen desperdicio. Están en el centro del relato. Tradición y modernidad, cambio y permanencia, pasado y futuro se enfrentan en las figuras del profesor Mietter y del joven Hans. En estos debates apasionados, salta la chispa entre Sophie, hija del anfitrión y verdadera organizadora de los encuentros de los viernes por la tarde, y Hans, joven traductor y viajero de edad incierta que parece haber visitado todas las ciudades del mundo y estudiado todos sus libros. Ella está prometida y él está de paso por la italocalvinesca ciudad de Wandermburgo, «ciudad móvil situada aproximadamente entre los antiguos estados de Sajonia y Prusia. Capital del antiguo principado del mismo nombre. Latitud Norte y longitud Este, indefinidas por desplazamiento […] Pese a los testimonios de cronistas y viajeros, no se ha determinado su ubicación exacta».

18 de junio
Tras muchos juegos de palabras y de miradas, Sophie cede al cortejo intelectual de Hans. Una de las tardes en que Hans la visitó:
«Sophie se impulsó hacia delante.
Quedó erguida, en equilibrio.
Inclinó el torso por encima de la mesita.
Acercó la cara a su cara.
Le atropelló los labios.
Le ofreció una lengua tibia y decidida que desordenó su boca.
Breve, Ondulante.
Retiró la cara.
Se balanceó hacia atrás. Y volvió a quedar inclinada
En su asiento mirándolo sin inmutarse» (p.236)
Durante doscientas treinta y seis páginas, el lector espera este momento y Andrés Neuman lo ejecuta de una manera magistral.




19 junio 2011
Cada vez me gusta más El viajero del siglo. La historia se sitúa en el primer tercio del siglo diecinueve, en la Europa postnapoleónica, en la que los ideales de la Ilustración tratan de ser borrados por las potencias de la Restauración absolutista y la Santa Alianza. Son los años en los que vive sus aventuras el joven Julien Sorel de Stendhal, años en los que el Romanticismo está en todo su esplendor.
Hans y Sophie viven momentos felices en la posada. Traducen libros y hacen el amor. Ella está comprometida con un aristócrata, pero su cuerpo, su corazón y su mente están con Hans. El viajero tunante atrapado por la ciudad viajera, por el amor de Sophie.

20 de junio
«Es un paréntesis, ¿no?,  susurró Hans, el verano, digo. Como si el resto del año fueran el texto y el verano un comentario, una frase aparte. Sí, contestó Sophie pensativa, ¿Y sabes qué dice esa frase?, dice “no duró mucho”. Es raro, dijo Hans, siento que el tiempo estuviera detenido, y a la vez me doy cuenta de lo rápido que se va. ¿eso será quererse?, dijo ella mirándolo. Será, sonrió él. A veces, dijo Sophie, me extraña pensar en el futuro como si no fuera allegar. No te preocupes, dijo Hans, el futuro tampoco piensa mucho en nosotros. ¿pero y después? Preguntó ella ¿cuándo el verano se acabe?» (p. 408).


21 junio 2011
Hay libros tan buenos que tras leerlos te impiden abrir otro. Esto es lo que te ha ocurrido con El viajero del siglo de Andrés Neuman. Tu mente está presa de unos personajes que no dejan paso. Hans, Sophie, “El organillero”, Franz, su perro, Álvaro de Urquijo (un liberal español exiliado en tiempos de “El Deseado”). Y por esta mágica ciudad que se te antoja una especie de Macondo alemana. Tratas de leer otro libro pero lo encuentras pequeñito, sin sustancia. Sabes que tendrá que pasar un tiempo para que el olvido haga su trabajo.
Vuelves a un párrafo de El viajero del siglo que te parece salido de alguna obra de Vila-Matas, pero cambiando las diligencias por los autobuses urbanos:
«Me gusta, por ejemplo ir en las diligencias y observar a los desconocidos que viajan conmigo, me gusta inventar sus vidas, adivinar por qué se van o por qué llegan. Me pregunto si nos pasará algo que nos unirá por azar o si nunca volveremos a cruzarnos, pienso que esa intimidad es única, que podríamos seguir callados o confesarnos cualquier cosa […] Es igual que con los libros, los ves apilados en una librería y te gustaría abrirlos todos, saber al menos cómo suenan. Piensas que podrías estar perdiéndote algo importante, los ves y te intrigan, te tientan, te hablan de lo pequeña que es tu vida y de lo inmensa que podría ser» (p.120).

18 noviembre 2011
Lo mejor de pasar la tarde en la Biblioteca Regional es que no sabes qué libro puede caer en tus manos. Comienzas a leer una biografía sobre Karl Marx que publicó en el año 2000 el periodista británico Grahan Turner con el objetivo de desmitificarlo, de librarlo de las atrocidades que otros cometieron en nombre de sus ideas o en contra de ellas. Dice que tan solo once personas asistieron al entierro de Marx el 17 de marzo de 1883. «Su obra perdurará durante muchos siglos», predijo su compañero y amigo Friedrich Engels en la oración pronunciada junto a su tumba en el cementerio de Highgate de Londres.

Karl Marx nació en la ciudad alemana de Tréveris en 1818, y fue educado en su casa hasta que en 1830 entró en la escuela superior gracias a la amistad que tenía su padre con el director. Con 17 años comenzó a estudiar en la Universidad de Bonn. Tras un año de altercados motivados por la afición del joven Marx a las reuniones políticas, a las tabernas y a las peleas, su padre, Heinrich Marx autorizó el traslado de su hijo a la Universidad de Berlín, un lugar más dado al trabajo que a la juerga. Por aquellas fechas ya estaba enamorado de la que sería su única mujer, Jenny Von Westphalen, hermana de su amigo de instituto Edgar, hija de un barón y oficial de alta graduación del gobierno prusiano. Jenny era considerada en su ciudad como «la niña más linda de Tréveris»o «la reina del baile». Señala Turner, que «puede sorprender que una princesa de 22 años perteneciente a la clase dirigente prusiana se enamorase de un tunante burgués y judío, cuatro años más joven y no de un noble de uniforme lleno de entorchados y con rentas propias; pero Jenny era una chica inteligente y de ideas liberales que encontraba irresistible la arrogancia intelectual de Marx. Tras dejar plantado a su novio oficial, un respetable y joven alférez, comenzó a salir con Karl en las vacaciones de 1836».
Releo el párrafo y me viene a la mente El viajero del siglo de Andrés Neuman. Todo parece encajar. La época y el país en que transcurre la novela coincide. Sophie, como la joven Jenny, pertenece a una familia aristocrática, también es inteligente y liberal, y esta prometida a un noble, pero poco a poco es desarmada por el joven Hans, cuya arrogancia intelectual logra enamorarla. Hans, como el joven Karl es un tunante que ha leído todos los libros del mundo y le encanta debatir de política, filosofía y literatura. Casualmente (o no) la hermana de Karl Marx, que fue íntima amiga de Jenny se llamaba: ¡Sophie!. Además de la filosofía y la política, el joven Marx tuvo un profundo interés por la literatura, sobre todo por Shakespeare. Dice su cuñado, Paul Lafargue, autor del mítico Derecho a la pereza, que su admiración por Shakespeare no tenía límites, que estudió en detalle sus obras y conocía hasta los personajes menos importantes. Igualito que nuestro Hans. Marx adquirió el hábito de hacer resúmenes de todos los libros que leía. Leyó la Historia del Arte de Winckleman, tradujo Germania de Tácito y Tristia de Ovidio (nuestro Hans también se dedicaba a traducir a los clásicos), y comenzó a aprender inglés e italiano por su cuenta, es decir, sin gramática. Devoró lecturas, e influenciado por el hechizo de Tristram Shandy de Sterne, escribió deprisa y corriendo una corta novela humorística titulada Escorpión y Félix. Tras este fracasado experimento Marx aceptó la muerte de sus aspiraciones literarias.
¿El personaje de Hans está inspirado en  Karl?; ¿Sophie en Jenny?; ¿Wandernburgo es Tréveris?; ¿Será mi imaginación?. Seguramente. Lo cierto es que la vida de Karl Marx fue la de un viajero del siglo. Y que Jenny Von Westphalen fue su compañera de viaje hasta el final.




Jenny y Karl




jueves, 8 de marzo de 2018

Poema de Safo


                                                 


8 de marzo.
Día Internacional de la Mujer.
Jornada de huelga y manifestaciones feministas.
Una compañera me regala un poema.
Regala poemas escritos por mujeres.

“Se fue la Luna.
Se pusieron las Pléyades.
Es medianoche.
Pasa el tiempo.
Estoy sola”.

El poema lo escribió Safo hace dos mil seiscientos años.
Ahí sigue.
Me alegro de que haya caído en mis manos.

sábado, 3 de marzo de 2018

Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood



Este libro llegó a mi estantería sin demasiadas pretensiones. Lo adquirí porque me atrajo el título y el nombre del autor. Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood. Sonaba bien. Un inglés que se despide de la capital alemana. Imaginé que, o bien se situaba en la Alemania nazi, o bien lo hacía en la Alemania partida de la Guerra fría. Más tarde descubrí que me equivocaba. Lo que me decidió definitivamente a hacerme con la novela fue el nombre el traductor. Adiós a Berlín había sido traducida nada menos que por Jaime Gil de Biedma. Si un poeta de tal calibre decidió traducirla sería por algo, así que me la llevé a casa.
Más tarde supe que la célebre película Cabaret se había inspirado en esta obra. Y que la trama se desarrollaba durante los últimos años de la República de Weimar, que fue precisamente el tiempo que el autor vivió en Berlín. La llegada de Hitler al poder el 30 de enero de 1933 fue lo que le hizo despedirse. Seis años después, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, Christopher Isherwood publicaría esta novela.

Tengo la sensación de que existe en la conciencia colectiva que la Alemania nazi ocupó la mayor parte del periodo de entreguerras. El motivo es evidente. La Alemania de Hitler fue una etapa tan irracional dentro de la evolución política europea que sigue en el centro de todas las miradas. Su sombra es tan alargada que oculta todo lo demás. No obstante, de los veintiún años del periodo de entreguerras  (desde 1918 hasta 1939) , quince de ellos, Alemania fue una democracia liberal, la República de Weimar, y se mantuvo a flote a pesar del huracán de posguerra al que tuvo que enfrentarse: el pesado fardo del Tratado de Versalles, el intento de la  Liga Espartaquista de imitar la Revolución bolchevique, el golpe del Hitler en Munich, haciendo lo propio con la Marcha sobre Roma de su idolatrado Duce, o la desorbitada hiperinflación que empobreció a las clases medias alemanas. A todo esto sobrevivió este régimen de libertades que fue en gran medida modelo de la Segunda República española. Incluso, a partir de 1925, parecía que la economía alemana estaba mejorando, arrastrada por la bonanza norteamericana, debido a que Estados Unidos se había convertido en su principal inversor. Para poder hacer frente a los enormes pagos en concepto de reparaciones de guerra, la economía alemana debía funcionar y Estados Unidos era el principal acreedor de los aliados, de modo que era el país más interesado en reflotar Alemania. Durante estos años, el partido nazi y el partido comunista no tuvieron buenos resultados electorales. Socialdemócratas y democristianos, pilares de la República, parecían controlar la situación. Sin embargo, tanto nazis como comunistas estaban bien organizados y hacía mucho ruido. Sobre todo los primeros, que habían logrado atraer a sus filas a muchos excombatientes de la Gran Guerra resentidos con la República de Weimar por considerar humillante firma del Tratado de Versalles. Éstos, que no se readaptaron a la nueva vida civil, seguían armados y uniformados paramilitarmente en las Secciones de Asalto nazis, y necesitaban nuevos enemigos. Hitler se los proporcionó: comunistas, sindicalistas, socialdemócratas, judíos...
Los gobiernos de la República de Weimar fueron condescendientes con los nazis. Temían más a los comunistas, de modo que dejaron hacer a Hitler. La Crisis del 29 supuso un duro mazazo a la economía alemana. La cifra de parados se disparó. Comunistas y nazis vieron una oportunidad para hacerse con el poder gracias al apoyo de muchos alemanes desencantados con los gobiernos de Weimar, impotentes ante la crisis. De nuevo, la pobreza hacía mella en una población castigada. De nuevo se polarizaba la situación política.
En este contexto se desarrolla Adiós a Berlín de Christopher Isherwood.

El escritor vivió en Berlín como profesor de inglés entre 1930 y 1933. Tenía por entonces 26 años. En la novela se convierte en protagonista y testigo de esos momentos cruciales. No es una novela política. Isherwood no se posiciona ideológicamente, tampoco sus personajes lo hacen. Aunque se intuye. Tampoco es una novela de grandes reflexiones. Está escrita, más bien a modo de documental, como si la cámara se quedara tan sólo en la superficie, en el temblor de un maremoto que lo arrasará todo tiempo después. Me recuerda a Hemingway en París era una fiesta, y a su “teoría del iceberg”.

La obra está dividida en seis capítulos en los que el narrador testigo es el propio Isherwood. El libro se abre y se cierra con dos capítulos narrados en presente, en forma de diario. En el primero describe su llegada en 1930; en el último, su inminente partida tras el nombramiento de Hitler como Canciller en 1933. Los otros cuatro capítulos están dedicados a diferentes personajes que se cruzan en su camino. Isherwood es personaje de su propia novela internándose en diferentes ambientes, desde la pobreza de los Nowak, uno de cuyos miembros se relacionan con el partido nazi, hasta la opulencia de los Landauer, que ven como el creciente poder del nazismo se convierte en una amenaza.
Los personajes más destacados son Sally Bowles, una actriz británica que intenta sobrevivir de sus actuaciones en teatros y cabarets berlineses (personaje en que se inspiró Cabaret de Bob Fosse e interpretó la inolvidable Liza Minnelli). «Sabes una cosa, le gustaba decir [a Sally], qué diría toda esta gente si supiesen que estos dos vagos van a ser el novelista más maravilloso y la actriz más grande del mundo» (p.50). Peter Wilkinson, un rico inglés y Otto Nowak, un alemán pobre, una pareja con los que el autor pasa unos meses de ociosas vacaciones en la isla de Ruegen presenciando sus continuas discusiones conyugales. La familia Nowak, de clase trabajadora empobrecida que culpa a la democracia de su situación, con quien vive un tiempo en su destartalada casa. Los Landauer, rica familia de origen judío, ya en el punto de mira de los nazis, y con quien Isherwood se relaciona cuando se convierte en profesor de la joven Natalia Landauer.

En Adiós a Berlín, Isherwood nos muestra una ciudad decadente y atractiva en la que las libertades están a punto de ser pisoteadas. El último capítulo, “Diario berlinés, invierno 1932-1933”, es la crónica del final de la fiesta berlinesa.
«Anoche, Fritz Wendel me invitó a una vuelta por los “tugurios”. Íbamos un poco en plan despedida, porque la policía ha empezado a interesarse por esos lugares. A menudo hacen registros y toman nota de los nombres de los clientes, Incluso se habla de una limpieza general de Berlín» (p.208).
«Oído en un café: un joven nazi sentado con su novia discute el futuro del partido. El nazi está borracho. “sí, si ya sé que ganaremos, de acuerdo” exclama impacientemente, “pero no basta”. Y golpea la mesa con el puño: “¡Tiene que haber sangre!”(p. 216).

Hay romanticismo y melancolía en las páginas de Adiós a Berlín. Cuando Isherwood la publicó en 1939, aquel mundo había desaparecido por completo. La ciudad sufrió lo indecible durante el nazismo con las terribles persecuciones, durante la guerra, con los continuos bombardeos aliados, durante los largos años de la Guerra fría... La caída del Muro lo cambió todo. Puede que Berlín sea hoy heredera de aquella ciudad abierta y bulliciosa de los años 20. Isherwood no vivió para verlo.





Traducción de Jaime Gil de Biedma