jueves, 28 de diciembre de 2017

Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg




Termino de leer el libro de Natalia Ginzburg titulado Las pequeñas virtudes. Es un libro que reúne once ensayos que fueron publicados en revistas y periódicos entre los años 1944 y 1961, los cuales fueron recopilados por primera vez en 1962 y reeditados posteriormente en 1983. Esta última edición es la que publicó la editorial Acantilado en 2002.

Natalia Levi, nació en Palermo en 1916. A su familia, laica y de orígenes judíos, le tocó sufrir el fascismo, implantado en Italia desde que Mussolini se hiciera con el poder en 1922. En el año 1938 se casó con el intelectual antifascista, Leone Ginzburg, cofundador de la editorial Einaudi. Tuvieron tres hijos, Carlo, Andrea y Alessandra. Para ellos está escrito Las pequeñas virtudes, último de los ensayos publicados en el libro. En 1940 la familia fue desterrada a  Pizzoli, un pequeño pueblo de la región montañosa de los Abruzos, donde permanecieron hasta 1943, año en que los aliados liberaron Roma. Meses después, la Alemania Nazi la volvió a ocupar y su marido fue detenido por la Gestapo y torturado hasta la muerte. El mundo de Natalia Ginzburg se vino abajo. 
Tras la guerra, se dedicó en cuerpo y alma a la escritura. Fue traductora y escribió teatro, ensayo y novela. Pero sus escritos, cercanos, íntimos y autobiográficos, no tuvieron el éxito y el reconocimiento que sí tuvieron los de coetáneos varones como Italo Calvino o Cesare Pavese. Natalia Ginzburg siempre estuvo detrás de ellos, y su obra fue considerada una obra menor porque sus temas de reflexión no eran tan sociales, tan lejanos o tan teóricos. Sin embargo, la profundidad y la calidad de sus escritos fueron abriéndose paso en un mundo en el que la cotidianidad y la cercanía fueron ganando peso, en el que la literatura y el pensamiento dejó de ser terreno exclusivo de hombres. El tiempo ha colocado a Natalia Ginzburg en el lugar que le corresponde, a la altura de los Calvino, Pavese o Eco. Pasa el tiempo y su figura no deja de crecer.



El primero de los artículos se titula Invierno en los Abruzzos. En él, la escritora italiana rememora el confinamiento al que fueron castigados por el régimen fascista.
«Cuando comenzaba a caer la nieve, una lenta tristeza se apoderaba de nosotros. Lo nuestro era un exilio: nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros. Los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia. Encendíamos nuestra estufa verde, con el largo tubo que atravesaba el techo; nos reuníamos en la habitación donde estaba la estufa, y cocinábamos y comíamos; mi marido escribía sentado a la gran mesa ovalada, los niños sembraban el suelo de juguetes» (p.14).
A la postre ese exilio se convertiría en uno de las épocas más añoradas por Natalia Ginzburg porque sus sueños se rompieron tras la muerte de su marido.
«Entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y empresas comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé» (p 20).

El segundo de los ensayos titulado Amistad lo dedica al recuerdo de su gran amigo, el escritor Cesare Pavese. Sabemos que se trata de él aunque su nombre no lo mencione. Lo escribió en 1957, siete años después del suicidio del escritor en Turín.
«Decía que conocía tan a fondo su arte que ya no le ofrecía ningún secreto y, como no le ofrecía ningún secreto, ya no le interesaba. Nos decía que ni siquiera nosotros, sus amigos, teníamos ya secretos para él y que lo aburríamos infinitamente; y nosotros, mortificados porque loa aburríamos, no lográbamos decirle que veíamos claramente que se equivocaba: en su resistencia a doblegarse y amar el curso cotidiano de la existencia, que avanza uniforme y aparentemente sin secretos. Así pues, le quedaba por conquistar la realidad cotidiana, pero esta le estaba prohibida y era inasible para él, que ante ella sentía sed y repugnancia a la vez; por tanto no podía sino mirarla como desde inconmensurables lejanías» (p.33).

El tercero y cuarto de los ensayos están dedicados Inglaterra, a Londres y a la comida inglesa. «Inglaterra es hermosa y melancólica. A decir verdad, no conozco muchos países, pero ha anidado en mí la sospecha de que Inglaterra es el país más melancólico del mundo».

El quinto, titulado Él y yo, está dedicado a su segundo marido, Gabriele Baldini, con quien se casó en 1950.
«Yo no sé bailar, y él sí sabe.
No sé escribir a máquina, y él sí sabe.
No sé conducir un coche. Si le propongo sacarme yo también el permiso, no quiere. Dice que de todas las maneras no lo iba a conseguir. Creo que le gusta que en muchos aspectos dependa de él.
Yo no sé cantar, y él sí sabe…»(p.65).
Durante todo el escrito Natalia Guinzburg reduce su figura frente a la de su marido y expone sus diferencias, como si ella no diera pie con bola y él fuera un sabelotodo de mucho cuidado. Nada más lejos de la realidad.

En El oficio del hombre, el tema sobre el que reflexiona Ginzburg es la guerra como vivencia imposible de superar.
«Ha pasado la guerra y la gente ha visto derrumbarse muchas casas, y ahora ya no se siente segura en su casa como se sentía tranquila y segura antes. Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca […] Aquellos de nosotros que han sido perseguidos nunca volverán a tener paz» (p. 77).




El sexto de los artículos se titula Mi oficio y en él expresa su necesidad vital de la escritura. La escritura como vocación. También reflexiona sobre el papel de la mujer como escritora en un mundo gobernado por hombres, sobre cómo influye la felicidad o infelicidad del escritor en sus escritos, o sobre el alimento de la escritura.
«Mi oficio es escribir, y lo sé bien y desde hace mucho tiempo” (p.83) “Cuando escribo historias soy como alguien que está en su tierra, en calles que conoce desde la infancia, y entre muros y árboles que son suyos. Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta mi muerte. Estoy muy contenta con este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo» (p.84).

Los dos siguientes textos, Silencio y Las relaciones humanas, están dedicados al sentimiento de culpa, a la timidez y al paso del tiempo.
«A veces nos pasamos la tarde entera en nuestro cuarto, pensando; con una vaga sensación de vértigo nos preguntamos si los otros existen en realidad o si somos nosotros quienes los inventamos. Nos decimos que tal vez, en nuestra ausencia, todos los demás dejan de existir, desaparecen en un soplo, y milagrosamente reaparecen, brotando de repente en la tierra, en cuanto miramos. ¿No podría ocurrir, acaso, que un día, al volvernos de repente, no encontráramos nada, ni nadie, que asomáramos la cabeza en el vacío?» (p.118).

El último de los artículos es el que lleva por título Las pequeñas virtudes. En él reflexiona sobre la educación de los hijos.
«Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el respeto por el peligro, no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber» (p. 145)

Las pequeñas virtudes es un libro que nos habla de lo fugaz que es la felicidad, de la melancolía de la vida, de la belleza de lo cotidiano, del amor por la escritura. Es un libro que se sumerge en las zonas de conflicto del ser humano y que trata de salir de la nebulosa de la que no pudo salir su amigo Pavese, para proporcionar calma y alegría. Las pequeñas virtudes está escrito con un lenguaje próximo, como si Natalia Ginzburg conociera al lector desde siempre, como si de una amiga se tratara. Por eso me gusta. Por eso lo tengo cerca y lo releo tranquilamente. Por eso no es un libro que vaya a regresar a la estantería en los próximos días.




Traducción de Celia Filipetto







jueves, 7 de diciembre de 2017

Desgracia, de J.M. Coetzee



"Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y divorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo. Los jueves por la tarde coge el coche y va hasta Green Point. A las dos en punto toca el timbre de la puerta de Windsor Mansions, da su nombre y entra. En la puerta del numero 113 le está esperando Soraya. Pasa directamente hasta el dormitorio, que huele de manera agradable y está tenuemente iluminado, y allí se desnuda. Soraya sale del cuarto de baño, deja caer su bata y se desliza en la cama a su lado"

Así comienza Desgracia, publicada en 1999, una de las novelas más conocidas de J.M. Coetzee. Es  novela que se integra dentro de la lógica de una sociedad, la sudafricana, que vivió un trascendental cambio en los años 90: el final de la segregación racial impuesta durante décadas por el régimen del apartheid. Un final complejo por lo novedoso. Sin revancha. Un final protagonizado por uno de los grandes hombres del siglo XX: Nelson Mandela. Y por una parte de la sociedad sudafricana, la población negra, dispuesta a perdonar los desmanes de los blancos que han controlado el país durante el último siglo. Dispuesta a pasar página. Pero no fue fácil. Esa complejidad es la que el premio Nobel sudafricano nos muestra en esta novela.

El protagonista es David Laurie. Tiene cincuenta y dos años. Blanco. Clase media acomodada. Profesor de literatura en la Universidad de El Cabo. Está divorciado y vive solo. Todas las semanas visita a una mujer que vive de la prostitución. Se siente feliz. Hasta que un día se cruza a esa mujer por la calle. Va con sus hijos de la mano. Será el final de los encuentros porque la ha visto en su otra vida. En una vida que nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera tener. Días después, David se encuentra con una alumna y trata de seducirla. Finalmente lo consigue pero  ella lo denuncia por acoso. Él acepta la sentencia sin defenderse. Sabe que ha utilizado su posición de poder para llevársela a la cama. Pero su soberbia le impide disculparse. Es despedido de la universidad. Ha entrado en desgracia. Comienza entonces un viaje hacia ninguna parte. Visita a su hija Lucy, que vive en una granja y tiene un puesto en el mercado. Su hija vive en un mundo ajeno al de David, ajeno a la ciudad, a la cultura, a la segregación racial. La hija es contrapunto del padre. En su forma de vivir y de pensar.

Desgracia es una alegoría del final del apartheid en Sudáfrica. Dos generaciones, la del padre y la hija, David y Lucy, que han de enfrentarse a lo que ocurre desde mundos muy distintos. David simboliza al hombre blanco que ha controlado el país de manera injusta y paternalista. Pero la Sudáfrica post-apartheid ha de ser otra. La de un cambio de roles, la de la caída del poder del hombre blanco, la caída de David en desgracia y la necesidad de adaptarse a esa nueva situación, representada en su hija Lucy. El hombre blanco ha de pagar por las injusticias cometidas en Sudáfrica que han sido muchas. El pago será la violación por parte de un grupo de negros de su hija. En la reacción de David y de Lucy está el conflicto de la novela. Ya no lo hacen de la misma manera que antes. Lucy carga con el fardo de las injusticias cometidas por los blancos. Hijos que cargan con la culpa de los padres, que expían sus pecados. David no comprende a su hija. Su mentalidad es otra. Y en su manera de afrontar la desgracia está el trasfondo de esta magnífica historia. 

J.M. Coetzee tiene una prosa directa, muy personal, sin adjetivos, con pocas digresiones. En Desgracia, muestra, recorta, llega al lector con la velocidad de un rayo. 
Luminosa y desconcertante, como dice Javier Marías. Imprescindible.



 Traducción de Miguel Martínez-Lage