jueves, 26 de octubre de 2017

Pálida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro



En más de una ocasión había manoseado una novela de Kazuo Ishiguro en el estante de los coloridos libros de bolsillo de Anagrama. Poco sabía del autor, tan solo que Anagrama tenía sus novelas publicadas. Y hace unos días, sin previo aviso, rompiendo muchas quinielas y para desesperación de los fans de Haruki Murakami (y de Philip Roth), se lleva el premio Nobel de Literatura. Ese mismo día regreso a la librería y compro su primera novela titulada Pálida luz en las colinas. Para esto sirve el premio, le digo al librero cuando le voy a pagar. O ganan el Nobel o se mueren, contesta, ésa es la única forma que tiene un escritor de vender sus libros. Entonces Ishiguro ha tenido suerte, le digo a modo de despedida. Regreso a casa con la novela pero no tengo intención de leerla (de momento) porque ando enredado en la ardua tarea de encauzar la lectura de 4 3 2 1 de Paul Auster, una enrevesada novela de mil páginas en la que el escritor norteamericano rompe la cabeza de sus lectores (al menos la mía) mezclando las cuatro vidas posibles de su protagonista. Pasados unos días logro hincarle el diente (por fin) cuando decido que he de leer cada vida por separado, a salto de capítulo. Termino la primera de las historias de Archie Ferguson (el protagonista de la novela de Auster) y aparece el hueco por el que se cuela Kezuo Ishiguro. 
De modo que en un interregno de Auster leo Pálida luz en las colinas de Kezuo Ishiguro. Y la siento como un bálsamo (ya algo harto de Auster) a pesar de la sutil dureza de su argumento. Doscientas páginas que nos llevan a uno de los lugares más tristemente famosos del siglo XX: Nagasaki, precisamente la ciudad en la que nació en 1954 el flamante Premio Nobel de Literatura.


“Niki, el nombre que al final le pusimos a mi hija pequeña, no es una abreviatura, fue un acuerdo al que llegué con su padre. Por paradójico que parezca, fue él quien quiso ponerle un nombre japonés, pero yo, impulsada quizá por el deseo egoísta de no querer recordar el pasado, insistí en un nombre inglés. Al final, consintió en ponerle Niki, pensando que ese nombre tenía resonancias orientales”.

Así comienza Pálida luz en las colinas, una novela narrada en primera persona por Etsuko, una japonesa que lleva años viviendo en Inglaterra. Su marido ha muerto y Keiko, su hija mayor se ha suicidado. Vive sola en una casa de la campiña inglesa. Durante la visita de su hija pequeña, Etsuko recuerda los años posteriores a la guerra (a la bomba) en Nagasaki cuando estaba felizmente (¿puede uno ser feliz después de una guerra?) embarazada de Keiko viviendo con su marido. Esos recuerdos se centran en su relación con una vecina, Sachico y su hija pequeña, a quienes la guerra, como a la mayoría de japoneses, había destrozado la vida. “Las cosas estaban muy difíciles. Quizá fue una locura casarme en aquella época. Después de todo era evidente que se avecinaba una guerra. Pero entonces, nadie sabía lo que era una guerra, no en aquellos días. Al casarme, entré a formar parte de una familia muy respetable. Nunca pensé que una guerra podría cambiar tanto las cosas” (p.83). Sachico, de familia respetable,  vive en la miseria con su hija Mariko y no piensa más que en marcharse a América junto a un soldado americano. La niña, que también ha sufrido el trauma de la guerra, no se quiere ir. Se quiere quedar junto a sus gatitos. 
En la novela no es todo crudeza y desolación (que la hay, como no podía ser de otro modo), no obstante ésta se intuye continuamente por el tono que utiliza el autor, un tono frío, seco, de frases cortas necesariamente triviales, como si los protagonistas estuvieran obligados a vivir. El horror siempre está agazapado detrás de cada uno de los educados diálogos de unos personajes que tratan de olvidar, de mirar al futuro. Pero el pasado está muy presente y no es fácil mirar más allá con el recuerdo de la bomba planeando sobre el cielo de Nagasaki.
La novela es un reflejo del cambio generacional en el pensamiento, en las tradiciones, en las formas de vida japonesas tras la guerra. El autor utiliza al suegro de Etsuko, como representante de los que llevaron a Japón al infierno; a Sachico (y su hija Mariko) o la misma Etsuko (y su hija Kioko), como los supervivientes de la guerra y que tuvieron que mirar al frente para seguir viviendo, y a Niki, la hija pequeña de Etsuko, ya nacida en Inglaterra, para quien aquellos acontecimientos quedan muy lejos de su existencia plenamente occidentalizada.


La relación entre Etsuko y Sachico (que está en el centro del argumento), y sus respectivas hijas, cobra forma en mi mente una vez terminada la lectura. Pálida luz de las colinas de Kazuo Ishiguro es una novela iceberg. Todo está oculto bajo un relato de lo cotidiano. Aparentemente, porque la tensión, el miedo y la culpa, fluyen detrás de cada línea, de cada descripción, de cada diálogo. He estado toda la novela esperando ese reverso, ese abismo que el autor, con mucho acierto, tan sólo deja entrever. Es ahí donde está el premio. O eso creo. Gran descubrimiento Kazuo Ishiguro. 


Traducción de Angel Luis Hernández Francés

domingo, 1 de octubre de 2017

Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca





Me levanto temprano este primer día de octubre. Mis pasos me llevan hasta mi biblioteca (mi única patria, la misma de Roberto Bolaño), y todavía medio dormido, inconscientemente saco Poeta en Nueva York de un estante. Lo abro y comienzo a leer uno de mis poemas favoritos: Pequeño vals vienés. Lo leo mientras en mi cabeza resuenan los ecos de la desgarradora voz de de Enrique Morente y de las guitarras de Lagartija Nick. Granada en el centro.

Pienso en el modo en que descubrí este poema. Me gusta que fuera la música de Leonard Cohen la que me lo descubriera. Pienso en las idas y vueltas a través del Atlántico de todos los que han vivido alrededor del poema. En su autor, Federico García Lorca, que viajó a Nueva York y allí lo escribió soñando con regresar de nuevo  a la otra orilla. En el músico canadiense Leonard Cohen que hizo el trayecto contrario para descubrir al poeta granadino, para traducirlo y ponerle melodía, para hacerlo más universal, si es que eso era posible. Pienso en Morente uniendo las dos orillas, el viejo y el nuevo mundo, en una canción maravillosa que devuelve el poema a su estado  original y lo decora con la melodía de Cohen pasada por el tamiz de su arte.

El círculo se cierra, pienso. En el centro, Granada. En el centro, Federico García Lorca.  Una obra maestra que, a buen seguro, le hubiera maravillado.
Pienso en los tres artistas. Federico, Leonard y Enrique. Los pienso  paseando por las calles del Sacromonte del cielo de Granada.


                               Enrique Morente. Pequeño vals vienés. Omega. Montaje de clasholo


"En Viena hay diez muchachas
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals
de sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero,
con la butaca y el niño muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas del llanto.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío,
en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu frente.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del “Te quiero siempre”.
En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira que orillas tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
Y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals".