sábado, 30 de septiembre de 2017

Dibujos animados, de Félix Romeo



Dibujos animados de Félix Romeo es uno de esos libros que tenía pendientes desde hacía mucho tiempo. Lo escribió con 27 años y lo presentó en Madrid en enero de 1996, aprovechando un permiso penitenciario que le permitió salir de la cárcel de Zaragoza donde estaba preso por insumiso (anacronismo por el que  le cayeron 26 meses al negarse a hacer el servicio militar). En esa presentación, el autor habló de Dibujos animados como “una novela española, con todo lo que tiene de cutrerío, de kitch, de drama”.
Por fin la he leído. Y estoy de acuerdo con esas palabras que dijo Félix Romeo  hace ya más de veinte años.

Su estructura remite directamente a  I remember de Joe Brainard a quien imitó George Perec en Je me souviens. Félix Romeo es nuestro Brainard, nuestro Perec.

Comienza así:
“El día de la mudanza, mi hermana se metió en una caja de cartón. Mi padre buscaba a mi hermana. Y también a mi hermano. A mí me dejaron con la gata. Mi hermana llegó a la nueva casa dentro de una caja de Vanguard blanco y negro. En una mano levaba una batidora y en la otra un enorme pepón” (p. 13).

Dibujos animados es un libro corto (133 páginas), en el que el protagonista es un adolescente, hijo de un guardia civil, que vive en una capital de provincia (Zaragoza) en los años de La Transición. Félix Romeo lo estructura en 175 capítulos a modo de microrrelatos en los que el narrador recuerda esa época tratando de reconstruir el mapa sentimental de ese momento vital en busca del origen de su constante mala suerte.
Y sus recuerdos son los dibujos animados de los primeros años ochenta, sobre todo el Correcaminos y el Coyote, dibujos que se convierten en metáfora de la vida misma a través de los cuáles interpreta la realidad.

Se sitúa en el bando del Coyote, en el de los que no consiguen lo que quieren, en el bando de los perdedores que suelen acabar aplastados contra el suelo a pesar de que estrujan su imaginación y su astucia para lograr su objetivo, incansables, siempre persiguiendo al maldito Correcaminos.
“El deseo es así, uno se pega toda la vida esperando algo y cuando ese algo llega la vida se te queda como rota. Lo sé. He deseado como un cabrón. He dejado tanto tiempo en mis deseos que pienso que en cualquier momento puedo encontrarme con la lámpara de Aladino. Y que el genio me conceda tres deseos. Y lo pienso de verdad. Deseaba que Coyote le diera un tajo en la garganta a Correcaminos” (p. 21)




El resto de los recuerdos se reparten entre la familia, los amigos, el colegio y los vecinos, que están en el centro del relato. El protagonista es un niño que tiene que afrontar la adolescencia desde detrás de su gordura (sus apodo oficial es “Gordo”) y sus gafas de culo de vaso. La crueldad de los niños sale a relucir, aunque nuestro héroe trata de consolarse:
“Lo más terrible no es ser gordo. Ni siquiera llevar gafas de culo de vaso. Lo más terrible es llevar zapatos con calzas o con plataforma ortopédica. Con esos zapatos no puedes jugar al fútbol ni siquiera puedes correr decentemente. Te conviertes en un cero a la izquierda. Había dos hermanos gemelos que se llamaban Matalallana y los dos llevaban zapatos de ortopedia. Les llamábamos los Frankenstein. Y nos perseguían sin poder correr. Hasta que quedaban agotados. Esos zapatos pesaban una tonelada. A veces parecía que iban a perder el equilibrio y se iban a partir la crisma. Siempre iban muy juntitos. Sólo les faltaba levantar las manos y llevarlas hacia adelante” (p.35)

Dibujos animados es una pequeña gran novela narrada con humor y con ternura que al final deja un cierto regusto amargo por el realismo que transmite, ese realismo tan crudo que nos muestra la imagen de una sociedad que todavía no ha cruzado los Pirineos, pero que está en ello. La impecable prosa de Félix Romeo hace de la novela de lectura obligada.

“Mi hermano dormía arriba y yo dormía abajo. Yo soñaba los sueños de mi hermano. Mi hermano soñaba sueños extraños. Y yo los soñaba la noche siguiente. Mi hermano contaba los sueños por la mañana. Los contaba mientras desayunábamos. Y yo soñaba por la noche lo que mi hermano había contado. Yo no podía contar mis sueños y tenía que inventar nuevos sueños. Mis sueños inventados siempre pasaban en la vieja casa. Cuando todavía no soñaba lo sueños de mi hermano” (p.17)

Lástima que Félix Romeo se fuera tan pronto.





sábado, 16 de septiembre de 2017

Blanco nocturno, de Ricardo Piglia



Argentina es país de escritores. Y de lectores. Los libros forman parte de su paisaje. No se entiende sin sus librerías de la calle Corrientes, ni sin su gaucho Martín Fierro—«mi gloria es vivir tan libre como pájaro en el cielo»—, publicado en 1872 por José Hernández. Y después, Borges, Bioy, Cortázar, Arlt, Quiroga, Sábato…, y el último de los grandes: Ricardo Piglia.

Me fastidia descubrir a un escritor justo después de su muerte. Murió el pasado 6 de enero. Me fastidia no haberlo leído en vida, y más sabiendo que era un gran escritor. De hecho compré Blanco nocturno en 2011. Pero no lo leí. Lo dejé en la estantería para mejor momento. Murió Piglia y continué sin leerlo. El momento le ha llegado cuando, a finales de agosto, comienzo a leer Los diarios de Emilio Renzi y descubro que hay mucho nivel en la literatura de Ricardo Piglia. Utiliza su segundo nombre —Emilio— y su segundo apellido —Renzi— para colarse en sus obras como personaje literario. No me quedan excusas, así que leo Blanco nocturno. Se confirman mis sospechas de que el escritor argentino es uno de los grandes. Es un escritor nato. «Primero ser escritor, después empezar a escribir», anota en su diario con 20 años.



«Tony Duran era un aventurero y un jugador profesional y vio la oportunidad de ganar la apuesta máxima cuando tropezó con las hermanas Belladona. Fue un ménage à trois que escandalizó al pueblo y ocupó la atención general durante meses. Siempre aparecía con una de ellas en el Hotel Plaza pero nadie podía saber cuál era la que estaba con él porque las gemelas eran tan iguales que tenían idéntica hasta la letra. Tony casi nunca se hacía ver con las dos al mismo tiempo, eso lo reservaba para la intimidad, y lo que más impresionaba a todo el mundo era pensar que las mellizas dormían juntas. No tanto que compartieran al hombre sino que se compartieran a sí mismas».

Así comienza Blanco nocturno, una novela policiaca que se sale por completo del canon. Hay asesinato, comisario y ayudante, y también hay investigación. Hasta ahí cumple. Nada más. Piglia utiliza el género como excusa para poner al descubierto muchas de las corruptelas que se cuecen en la trastienda de un pueblo, de un país: el dinero negro, sobornos, las presiones de las grandes corporaciones, el poder al servicio del dinero, la deslealtad y la traición. Y todo esto ocurre en los años sesenta del siglo pasado en un pequeño pueblo perdido, cuyo nombre desconocemos, de La Pampa argentina.

Los personajes no tienen desperdicio.
Tony Durán, un mulato norteamericano (de Puerto Rico) que llega al pueblo y lo revoluciona.
La familia Belladona, en torno a la que gira la novela. Es la familia fundadora del pueblo. Lo fundó el abuelo, italiano que emigró a Argentina tras luchar en la Primera Guerra Mundial. El padre es el dueño del pueblo, un pueblo que nos recuerda a Macondo. Piglia hace algún que otro guiño a García Márquez, por ejemplo cuando el comisario comienza a dejar mensajes anónimos por el pueblo, como sucede en La mala hora de Gabo. Se respira cierto realismo mágico en la novela.
Luego está la madre Belladona, quien sólo se dedica a leer—«loca cuando no lee y no loca cuando lee» (p.186). Tiene dos hijos —Luca y Lucio—que gestionan La Fábrica, y dos hijas, las gemelas —Sofía y Ada—, dos sofisticadas y viajadas bellezas rubias que son el centro de atención de todos.
El comisario Croce es otro de los grandes protagonistas. Es una especie de honrado Sherlock Holmes que resuelve los casos más por intuición que por deducción. Y Saldías es su subalterno, su Watson, que traiciona a su maestro, precisamente por ser poco deductivo. Y frente a Croce está el odioso fiscal Cueto, el Moriarti que maneja todos los hilos del pueblo desde la sombra.
Además hay un japonés, Yoshio, que se enamora de Tony Durán,y dos jockeys rivales, uno de ellos apodado “El chino”, y por supuesto, Emilio Renzi, el alter ego de Piglia que se mete en la historia, como periodista que llega al pueblo desde Buenos Aires para cubrir la noticia del asesinato y su investigación.

La estructura narrativa de Blanco nocturno es compleja. Sabemos que a la postre Renzi (Piglia) será el autor porque es quien investiga las historia  del crimen. Hay un narrador omnisciente que nos va mostrando a historia a partir del comisario Croce que nos ponen en antecedentes de lo ocurrido. Y la alterna con una conversación en presente entre Emilio Renzi y Sofía Belladona. Ambas líneas continúan el relato de forma paralela, incluso cuando el periodista llega el pueblo y el narrador deja a Croce y se coloca junto a Renzi.

De todos los personajes me quedo con el más secundario de todos, un personaje del que solo conocemos su silueta ya que no aparece directamente en la novela. Me quedo con la madre de las hermanas Belladona, un personaje ajeno a todo lo que sucede, que vive fuera de la realidad, que sólo sale de la locura cuando lee (el pueblo no tiene escuela pero sí manicomio) porque es la realidad la que la vuelve loca. Al contrario que a Don Quijote, los libros la salvan de la locura. «loca cuando no lee, no loca cuando lee». Me quedo con este fragmento de Blanco nocturno:
«Mi madre dice que leer es pensar—dijo Sofía—. No es que leemos y luego pensamos, sino que pensamos algo y lo leemos en un libro que parece escrito por nosotros pero que no ha sido escrito por nosotros, sino que alguien en otro país, en otro lugar, en el pasado, lo ha escrito como un pensamiento todavía no pensado, hasta que por azar, siempre por azar, descubrimos el libro donde está claramente expresado lo que había estado, confusamente, no pensado aún por nosotros. No todos los libros, desde luego, sino ciertos libros que parecen objetos de nuestro pensamiento y nos están destinados. Un libro para cada uno de nosotros. Hace falta, para encontrarlo, una serie de acontecimientos encadenados accidentalmente para que al final uno vea la luz, que sin saber, está buscando» (p.251)

Muy grande, Ricardo Piglia.






jueves, 7 de septiembre de 2017

Fahrenheit 451, de Ray Bradbury



Hoy cumple un año El fuego de Montag.
El blog comenzó su andadura con una entrada en la que se mencionaba el capítulo del Quijote en el que el cura y el barbero, tras la primera salida de Don Quijote, hacían una purga de su biblioteca para que restableciera la cordura. La lectura de esos libros de caballería le habían hecho perder el juicio, de manera que la sobrina y el ama se encargaron de que la mayoría de su biblioteca acabara en la hoguera. No obstante, el cura y el barbero, como buenos aficionados a la literatura, salvaron de la quema algunos títulos, como Amadís de Gaula, Tirante el Blanco de Joanot Martorell (para el cura era el mejor libro del mundo), o La Galatea del propio Miguel de Cervantes.
Ni que decir tiene que de poco sirvió la bibliofogata, pues poco después ya estaba de nuevo el Caballero de la Triste Figura, adarga al brazo, cabalgando sobre el costillar de Rocinante.

Se hablaba —si se me permite el verbo— en esa primera entrada del blog, también de Pepe Carvalho y de la fea costumbre que tenía de encender la chimenea de su casa con un libro,  porque durante 40 años leyó libros y, decía, apenas le enseñaron a vivir. La primera novela convertida en ceniza por la mano de Pepe Carvalho fue Don Quijote de la Mancha (en realidad fue el segundo libro que quemó, pues el primero había  sido un ensayo de Pedro Laín Entralgo titulado España como problema).

Estos pirómanos cervantinos y montalbanianos me llevaron directamente a pensar en Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury protagonizada por un pirómano arrepentido llamado Guy Montag.
La novela, publicada en 1953, es una de las distopías más famosas de la literatura junto a Un mundo feliz de Aldoux Huxley y 1984 de George Orwell
Tendría quince años cuando la leí y su lectura incrementó mi creencia en que los libros eran sagrados, con independencia de autor y contenido (hoy no lo tengo tan claro), en que cualquier libro había de ser rescatado del abandono o de la quema. Montag se convirtió en uno de mis personajes favoritos. De ahí el nombre de este blog.




Montag es un pirómano profesional, un bombero que trabaja para el Estado, y que en vez de apagar fuegos los provoca. Pero no quema cualquier cosa. Su trabajo consiste en buscar y encontrar los libros ocultos y quemarlos porque los libros están prohibidos. Fahrenheit 451 es la inscripción que lucen orgullosamente los bomberos  en su casco, pues es la temperatura a la que arde el papel, al menos eso afirma Ray Bradbury en la novela. Montag hace su trabajo sin preguntarse si está bien o no. Es su deber. Hasta que un día, movido por la curiosidad y por un encuentro con una joven, comienza a dudar.
Tras esta epifanía, Montag se convierte en un peligroso y subversivo antisocial que busca a los clandestinos amantes de los libros para unirse a su causa. Faber, un viejo profesor, le dice: “Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la avenida: «Recuerda, César, que eres mortal»”.

En 1966, Francois Truffaut llevó la novela de Bradbury a la gran pantalla e hizo una de las mejores adaptaciones de la historia del cine. El primer libro que aparece (tan sólo durante una décima de segundo) en la película antes de ser pasto de las llamas se titula Don Quijote de la Mancha. Seguro que Pepe Carvalho, que era un tipo culto, fue al cine a verla. 



Primera escena