martes, 28 de marzo de 2017

Las páginas del mar, de Sergio Martínez



“Vi la primera luz un 3 de abril, en el año del Señor de 1500, al igual que lo hicieron dos, cuatro, seis y nueve años antes mis hermanos, y me bautizaron en la ermita de Santa Olalla con un nombre que ahora no viene al caso. En aquel primer contacto con el agua, elemento que luego marcaría el rumbo de mi vida, dijeron que lloré sin consuelo, y no me extraña; tiempo habrá de contar el porqué”
Así comienza Las páginas del mar, una novela escrita por Sergio Martínez. La descubrí escuchando el documental sonoro, muy recomendable, del programa Documentos RNE titulado La circunnavegación de la Tierra: Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano . Me fascinaron tanto los detalles de aquel descabellado viaje que decidí hacerme con este libro en el que se narra la aventura que llevó al marinero portugués Fernando de Magallanes a intentar cumplir el sueño de Cristóbal Colón de llegar a las Islas Molucas navegando por occidente.

Las Islas Molucas o Islas de las Especias son un archipiélago de Indonesia en el que los europeos del siglo XVI obtenían  especias, como el clavo de olor o la nuez moscada, más preciadas que el oro en aquella época. El control del comercio de esas especias fue el que empujó a muchos a lanzarse a explorar el mundo. Portugueses y españoles se lanzaron a esa carrera, y fueron los primeros los que se hicieron con su control a través de la circunnavegación de África, completada por Vasco de Gama en 1498. Colón lo había intentado años antes navegando por occidente y atravesando el Océano Atlántico,  pero se encontró con un continente desconocido por los europeos, aunque el marinero genovés nunca fue consciente de tal descubrimiento y siempre pensó que había arribado a las costas de Cipango descritas por Marco Polo en el sudeste asiático.

Veintisiete años después, en 1519, un marinero portugués llamado Fernando de Magallanes lo quería intentar de nuevo y para eso tenía que encontrar un paso entre el Atlántico y el Mar del Sur descubierto por Vasco Núñez de Balboa al otro lado del Istmo de Panamá en 1513.
El proyecto de Magallanes, al igual que el de Cristóbal Colón fue rechazado por el rey de Portugal que en ese momento ya tenía el comercio de las especias en sus manos a través de la ruta africana. Y del mismo modo que Colón, se dirigió a los reyes de España. En aquel momento un jovencísimo y ambicioso Carlos I, hacía poco que había ocupado el trono, y vio con buenos ojos el intento de acabar el monopolio portugués del comercio con Las Indias, de manera que financió la expedición.  El objetivo de Magallanes era llegar hasta las Islas Molucas y regresar por la misma ruta, es decir, en su mente no estaba circunnavegar el planeta porque eso implicaba entrar en la zona controlada por los portugueses desde que en 1494 el Papa Alejandro VI estableciera en el Tratado de Tordesillas el reparto de las zonas de navegación y conquista entre España y Portugal. Según los cálculos de Magallanes, el mar que separaba continente americano y el asiático no era demasiado extenso. Fue el primero en comprobar que estaba equivocado.

El 20 de septiembre de 1519 una flota de cinco naves partía del puerto de Sanlúcar de Barrameda rumbo a poniente, siempre detrás del camino del sol. Integraban la flota la Trinidad, al mando del Capitán General, Fernando de Magallanes; la San Antonio, con Juan de Cartagena como comandante; la Concepción, al mando de Gaspar de Quesada; la Victoria, capitaneada por Luis de Mendoza, y la Santiago por Juan Serrano. A bordo, 265 personas de varias nacionalidades, sobre todo españoles y portugueses, pero también flamencos, franceses, griegos e italianos. Entre estos últimos estaba Antonio de Pigafetta quien dejó constancia de aquella increíble aventura en su diario, que en parte se publicó en El primer viaje alrededor del globo y que comienza así.
“El capitán general Fernando de Magallanes había resuelto emprender un largo viaje por el Océano, donde los vientos soplan con furor y donde las tempestades son muy frecuentes. Había resuelto también abrirse un camino que ningún navegante había conocido hasta entonces; pero se guardó bien de dar a conocer este atrevido proyecto temiendo que se procurase disuadirle en vista de los peligros que había de correr, y que le desanimasen las tripulaciones. A los peligros naturalmente inherentes a esta empresa, se unía aún una desventaja para él, y era que los comandantes de las otras cuatro naves, que debían hallarse bajo su mando, eran sus enemigos, por la sencilla razón de que eran españoles y Magallanes portugués”


El 6 de septiembre de 1522, casi tres años después de la partida, tan solo la nao Victoria y 18 de los hombres que embarcaron, regresaron  a Sanlúcar de Barrameda al mando de Juan Sebastián Elcano quien había tenido un papel secundario hasta muerte de Magallanes y del resto de los capitanes  (los que no volvieron, murieron de hambre en la dura travesía oceánica o en los enfrentamientos con los indígenas, o desertaron y se quedaron a vivir el aquellos lugares idílicos que habían descubierto) . Fue entonces, en las Islas Molucas, cuando le tocó asumir el mando y llevar a cabo la difícil tarea de regresar a España por el camino de los portugueses, es decir, circunnavegando África. Para él fueron todos los honores a su regreso y la figura de Magallanes quedó eclipsada hasta mucho tiempo después.

Esta es le historia que se narra en La páginas del mar. Sergio Martínez es historiador pero se atrevió a novelar semejante aventura. El empeño mereció la pena.
A lo largo de seiscientas páginas Sergio Martínez nos lleva a dar la vuelta al mundo a través de un joven montañés originario de una aldea cántabra de los Picos de Europa cercana a Potes. Una serie de circunstancias le obligan a abandonar su pequeño mundo junto a su hermano y le llevan a embarcarse en la expedición de Magallanes en Sevilla.
El autor va narrando, en primera persona, la infancia y la adolescencia del protagonista en su aldea. Pertenece a una familia campesina de seis hermanos que atraviesa momentos difíciles debido a las malas cosechas y a que uno de los vecinos , don Lope,  trata de acaparar las tierras de los habitantes del concejo. El joven tiene curiosidad y logra que Sancho, el maestro del pueblo, le enseñe a leer y a escribir. Es cuando descubre su amor por las letras y por el conocimiento, y es que en esta novela los libros también son protagonistas. Santo Tomás, San Agustín, El Arcipreste de Hita, Jorge Manrique, Don Juan Manuel, Joanot Martorell, o  novelas de caballerías, como Amadís de Gaula, aparecen en las manos del joven montañés. Paralelamente descubre el amor en Lucía una chica que comparte su pasión por los libros.

La novela está dividida en 64 capítulos cortos. La historia de su aldea, la de su infancia y adolescencia, la va narrando en los capítulos impares, y la alterna en los pares con lo que le acontece desde que llega a Sevilla junto a su hermano Nicolás huyendo de su pueblo: “Sevilla era la ciudad más animada y caótica que yo había visto jamás. Como un hormiguero en febril actividad, las calles bullían de gente que iba y venía, hablando riendo, mirando, comprando. Cada callejuela atestada desembocaba en otra más repleta aún, y las minúsculas plazuelas no desahogaban la situación, sino todo lo contrario; allí los comerciantes y los tenderos aprovechaban hasta el más mínimo resquicio para instalar los tablones y puestos en los que ofrecer sus mercancías. El olfato se veía golpeado a cada paso. El tufo de los caños de las calles, del sudor de la gente, de las sangre y las tripas de las reses, las aves y los pescados se mezclaba con el aroma de las tortas recién fritas, el azahar y las especias hasta embotar los sentidos” (p.16)
No será hasta el final cuando el autor nos desvele el motivo de esa huida que le va a llevar a embarcarse en la expedición magallánica. 




Es este viaje el que el mismo protagonista nos va contando, desde su salida de Sevilla hasta llegar a la costa atlántica del Cono Sur americano en busca del paso hacia Asia. Así, somos testigos del motín fallido contra Magallanes de Juan de Cartagena y Gaspar de Quesada (el primero será desterrado en la Patagonia y el segundo ejecutado. Los demás, unos cuarenta, fueron perdonados por el Capitán General) en el que se verá envuelto el joven montañés cuyo nombre no quiere que conozcamos. Somos testigos del descubrimiento del estrecho y la visión de la tierra del fuego, de la deserción de la San Antonio , de la penosa travesía debido la falta de comida y agua por el Mar del Sur, rebautizado como Océano Pacífico debido al buen tiempo que les acompañó tras los noventa y ocho días que duró su navegación, de la llegada a las Filipinas, del error de cálculo que llevaría a  Magallanes a la muerte en su enfrentamiento con los hombres del rey Silapulapu en la Isla de Matán, de la posterior llagada a las Islas Molucas.
“Los hombres de Silapulapu, envalentonados, se nos acercaron en tropel. Sus flechas y sus lanzas ya no nos pretendían ni a mí ni a ninguno de los soldados; todas se dirigían al capitán. Lo cercaron a él y a sus custro mosqueteros, y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. Un isleño se aproximó a Magallanes. Éste trató de sacar su espada para defenderse, pero el hombre se la arrebató y de un sablazo le cortó la pierna izquierda. Los demás se lanzaron contra el capitán y los dos soldados que quedaban vicos. Fue la última vez que los vimos”. (p. 387)
Y por último somos testigos el angustioso y terrible viaje de vuelta a través de la ruta africana con Juan Sebastián Elcano al mando de la única nave que había sobrevivido, la Victoria.

 La ficción entra en juego cuando el nuestro narrador protagonista conoce a propio Pigafetta que le presta papel y tinta para escribir. Es ahí, en la nao Victoria cuando el joven montañés comienza a escribir su historia, una historia que lee a sus compañeros de viaje y que leerá el propio Juan Sebastián Elcano justo antes de nombrarlo escribano de lo que acontece desde que él está en el mando, y es que Antonio de Pigafetta , escribano oficial, y esto es verídico, jamás mencionó a Elcano en su diario debido a que no le perdonó que fuera uno de los participantes en el motín de San Julián junto a Juan de Cartagena contra su idolatrado Magallanes.
De modo que la propia novela la comienza a escribir durante el viaje, pero tan sólo narra hasta que salen del pueblo junto a su hermano Nicolás. Será después de su regreso a España cuando se decida a contar el resto de la aventura.
“Digo que escribía mi historia y así era. No obstante no hay autor que pueda renunciar al goce o la tentación de añadir a todo lo vivido un punto de fantasía. Si en todo lo ficticio hay siempre algo del autor, también en toda historia real hay siempre algo de mentira. Para dar realce y tensión a las situaciones, me deleitaba inventando mundos inexistentes, exagerando la altura de las montañas, ponderando el ímpetu de las aguas desbocadas o remarcando la fiereza de las bestias salvajes. Y los personajes eran todos más bondadosos, más envidiosos, más soberbios o más malvados que en la realidad. Miro ahora las páginas arrugadas y rotas que me sirven de guía y de lazarillo, manchadas de sudor y de sangre y ajadas por el agua de mar, y sonrío. Sonrío ante un don Lope llamado don Fernando, malvado y depravado, capaz de la mayor iniquidad, inmisericorde. Con el tiempo ya no lo recuerdo así y corrijo el manuscrito. Ya no sabría decir cuál de los dos es más cercano a la verdad.” (p. 255)

En la novela hay épica, acción, amor, intriga, aventuras y sobre todo historia. Y está escrita con mucho oficio a pesar de ser un escritor novel, el oficio de quien ha dedicado siete años a escribir este libro.


Cuenta Sergio Martínez en una entrevista que La páginas del mar no es un libro de historia sino un libro de ficción, pero lo cierto que es está muy bien documentado, lo que se puede comprobar en  las páginas finales de agradecimientos, donde el autor hace una extensa relación de las fuentes consultadas. Aquí se ve perfectamente que detrás del novelista está el historiador. También señala en esa entrevista que más que un viaje alrededor del mundo es un viaje hacia el interior del protagonista. 
Lo cierto es que ha sido un viaje fantástico.
Las páginas del mar, de Sergio Martínez, todo un descubrimiento.







martes, 21 de marzo de 2017

Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique


Hace 540 años que Jorge Manrique escribió estas coplas dedicadas a su padre Rodrigo. Lope de Vega dijo de ellas que merecían estar escritas en letras de oro. 
Y yo no me canso de leerlas.
Paco Ibáñez seleccionó ocho de las cuarenta que componen el poema. 
Estas ocho son las que aquí dejo en el Día de la Poesía.





"Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
fue mejor.

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu'es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.

Este mundo es el camino
para el otro, qu'es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nascemos,
andamos mientras vivimos,
e llegamos
al tiempo que fenescemos;
assí que cuando morimos,
descansamos.

Los plazeres e dulçores
desta vida trabajada
que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la çelada
en que caemos.
Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta
no hay lugar.

Esos reyes poderosos
que vemos por escrituras
ya passadas
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas;
assí, que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
e perlados,
assí los trata la muerte
como a los pobres pastores
de ganados.

Después de puesta la vida
tantas vezes por su ley
al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero;
después de tanta hazaña
a que no puede bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña
vino la Muerte a llamar
a su puerta,

diziendo: "Buen caballero,
dexad el mundo engañoso
e su halago;
vuestro corazón d'azero
muestre su esfuerço famoso
en este trago;
e pues de vida e salud
fezistes tan poca cuenta
por la fama;
esfuércese la virtud
para sofrir esta afruenta
que vos llama."


Assí, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos y hermanos
y criados,
dio el alma a quien gela dio
el cual la ponga en el cielo
en su gloria.
Y aunque la vida perdió,
dexónos harto consuelo
su memoria".




«Esta obra maestra, cuyo éxito ha salvado los infinitos cambios de gusto de tantos siglos, cuyos versos adornan la memoria de todos los hispano-hablantes cultos, no persigue invención extraordinaria alguna, sino sólo distinción constante en la sencillez. Medita lo que está en la mente de todos, y lo dice con palabras que están en los labios de todos, pero lo piensa y lo dice mejor que todos». (Menéndez Pidal). 


lunes, 20 de marzo de 2017

"La soledad era esto", de Juan José Millás



La soledad era esto es la segunda de las novelas que conforman la Trilogía de la soledad. Con ella,  Juan José Millás ganó el Premio Nadal en el año 1990. Es una novela corta que se lee de una sentada, de esas que no te dejan levantar la mirada de sus páginas hasta que llegas al final, porque La soledad era esto es una novela corta, pero muy intensa. 
Comienza así:
«Elena estaba depilándose las piernas en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono y le comunicaron que su madre acababa de morir. Miró el reloj instintivamente y procuró retener la hora en la cabeza; las seis y media de la tarde. Aunque los días habían comenzado a alargar, era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el mediodía se habían ido colocando sobre el techo de la ciudad. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo, pensó cogida al teléfono mientras escuchaba a su marido que, desde el otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo tiempo».

Elena, de cuarenta y tres años, casada con Enrique y con una hija de veintidós, ya emancipada, se enfrenta a la muerte de su madre Mercedes con frialdad. Para Elena, su madre estaba muerta desde hacía mucho tiempo.  Días después del entierro, regresa a la casa familiar junto a sus hermanas para repartirse sus pertenencias. Entre esas pertenencias encuentra un diario que su madre escribió en sus horas de soledad. Su lectura la deja impresionada porque es como si comenzara a conocerla de nuevo. Al mismo tiempo decide contratar de manera anónima a un detective para que siga a su marido porque sospecha que le es infiel. El detective le envía informes confirmando sus sospechas, pero Elena continúa con su vida como si nada ocurriera. Decide seguir pagando al detective, que sigue sin saber para quien realiza el trabajo, para que continúe siguiéndolo y enviándole esos informes periódicos. Los recibe y observa que la mirada del detective se centra en ella cada vez más, de manera que ella se convierte en objeto de la investigación. Se ve a sí misma desde el exterior, desde un tercero ajeno a su vida. Es cuando comienza a ser consciente de su infelicidad y de que no quiere formar parte de esa vida. Enrique y ella se conocieron cuando eran dos jóvenes idealistas de izquierdas, pero su vidas fueron cambiando conforme Enrique se iba convirtiendo en un próspero hombre de negocios, en un cínico capaz de leer La metamorfosis de Franz Kafka, no desde el lado se la víctima, sino desde el otro lado, desde el punto de vista de los padres del insecto, de su jefe, de su hermana. Cuando Elena le pregunta por qué ha leído de nuevo ese libro, que para ella es tan importante, él responde: «Estuvimos en la oficina haciendo un proyecto de remodelación de un barrio periférico para el Ministerio de la Vivienda y cuando fui allí y vi las condiciones de vida de la gente me acordé de la lucha de clases y todo eso. Esa noche, después de fumarme un canuto, comprendí que en otro tiempo, siempre que hablábamos de la lucha de clases lo hacíamos desde el punto de vista de los perdedores. Sin embargo, yo personalmente, había ido ganando esa lucha en los últimos años, pero todavía hablaba como si viviera en un barrio periférico. Entonces decidí reconvertirme». En ese momento deja de reconocer a su marido.

Es precisamente este libro, La metamorfosis de Kafka, es el que da sentido a la novela. 
La obra se divide en dos partes y en ella encontramos hasta cuatro voces diferentes. Una voz en tercera persona que, en la primera parte de la novela, nos introduce en la angustiosa vida de Elena, con cuya madre no se hablaba y con cuya hija no tiene una buena relación. Una segunda voz es la del diario de la madre en el que describe su vida siempre al acecho de la enfermedad. La tercera es la de la propia Elena que comienza a escribir un diario igual que hiciera su madre, que se convierte en la segunda parte de la novela. Y por último, los informes del detective que analiza y retrata la vida de Elena y de su familia desde fuera. Ésta última visión será fundamental para su transformación.
  «Decidió irse a la cama y leer hasta que las palabras atraparan el sueño. Una vez acostada tuvo un recuerdo, igualmente gratuito para Gregor Samsa, a quien tanto había amado en otro tiempo, y pensó que durante los últimos años también ella había sido un raro insecto que, al contrario del de Kafka, comenzaba a recuperar su antigua imagen antes de morir, antes de que otros la mataran. El pensamiento consiguió excitarla, pues intuyó que si conseguía regresar de esa metamorfosis las cosas serían diferentes, pues habría salido de ella dotada de una fortaleza especial, de una sabiduría con la que quizá podría enfrentarse sin temor a los mecanismos del mundo o a quienes manejaban en beneficio propio, y contra ella tales mecanismos».
Aquí está la clave de la novela. Elena es un insecto y sus puntos de referencia, que son su marido, su hija o sus hermanos, la han dejado de lado. Sin embargo, gracias a la lectura de los diarios de su madre y al retrato de los informes del detective, intentará salir de ese mundo de Gregor Samsa, que es la soledad, para intentar rehacer su vida.

Juan José Millás, sin duda, uno de los grandes.


viernes, 17 de marzo de 2017

Decoración de interiores, de Félix Chacón



Creo que nunca he leído un libro de poemas del tirón. Eso no significa que no me guste leerlos. A veces, leo uno y me acompaña durante un tiempo en la cabeza. Otras veces me gusta tanto que tengo la necesidad irrefrenable de escribirlo en un cuaderno. Como si yo fuera su autor.
Hay días en los que saco de la estantería algún libro, lo abro al azar y leo el poema. Si  me gusta, lo dejo sobre la mesa. Puede que en los días siguientes siga leyendo ese libro de poemas que está sobre la mesa. O no. Hasta que pasado el tiempo me percato de que el libro sigue ahí. Es el momento en el que regresa a su sitio.
Hace ya una semana que saqué del estante Decoración de interiores de Félix Chacón y cada día le dedico unos minutos. Y ahí sigue, sobre la mesa de estudio.
                              
Señala Susana Veiga en el prólogo:
“No sé lo que pretende la poesía moderna. Colar un verso entre copas y mails parece difícil; añádele, lector, todo lo que lleves encima cuando llegues del curro, un día sí y otro también. Busca ahí la belleza, si tienes valor. Pudiera ser esto lo valioso del libro de Félix Chacón. Meterse a la faena —paleta de albañil en mano, paleta de pintor de brocha fina, retratista de interiores— y a torear con la verdad. Porque lo que nos plantea el poeta Chacón dista mucho de las confituras del bienestar […]
Alguien dijo un día que leer ayudaba a vivir. Este bendito poemario te puede dar muchas sorpresas, lector. Es que da en el clavo como pocos. Coloca el cuadro sin destrozar la pared, y tiene el detalle de aconsejarnos para que la luz incida adecuadamente en cada momento del día. Poesía bien amueblada. Estructura básica para estos tiempos. Lee y verás. Más que nunca”.

El azar quiso que comenzara a leer este libro por el final. 
Ahí estaba el poema titulado Decoración de interiores Pedro Botero:

Que cada uno decore su infierno a su manera
Que cada uno decore su infierno como pueda

Pon cortinas y alfombras
Cuadros y unos visillos
Y limpia la cocina
Pinta el salón de verde y el cielo azul celeste

Renueva tu ropero
Cámbiate de peinado
Cómprate un coche nuevo
Tíntate los cristales y sal quemando rueda

Que cada uno decore su infierno a su manera

Y cambia de trabajo urgentemente
Y de pareja si estás aburrido
O sienta la cabeza y piensa en tener hijos
No hay como la progenie para ocupar el tiempo

O plántate un pinar
O escribe un libro enorme de al menos veinte tomos
Con trastos y dragones, guerreros y mil sagas
Cuyas genealogías invadan tu cabeza

Cada uno que decore su infierno como pueda

Vende tu alma al diablo
Graba un disco de rock
Alicata tu baño con azulejos nuevos
Aprende psicomagia, violín, fontanería

Que cada uno decore su infierno a su manera

Invierte al por mayor para ganar dinero
Con dinero podrías organizar orgías
O comprar tanta droga como tu cuerpo aguante
Puedes hacer la prueba y ver cuándo revienta

Traiciona a tus amigos
Discute con cualquiera
Fastidia a tus congéneres
Y si alguien te molesta, ve y ponle una querella

Que cada uno decore su infierno como pueda

Ataca a los corruptos que ostentan el poder
O hazte de los suyos si te tiene más cuenta

Existen dos opciones: dinamitar el mundo
O aprender las argucias para burlar las reglas
Que cada uno decores su infierno a su manera
Que cada uno decore su infierno como pueda

Yo he escrito este libro y ahora cierro mi puerta.

Sé que es poco ortodoxo comenzar la casa por el tejado pero el azar así lo quiso. Y desde la última página fui retrocediendo por esta decoración de interiores, y me encontré Entre el cielo y el infierno con Bichos raros, Cucarachas, Grafófilos, Genios, Marco Polo y La guerra de las galaxias, Virus y Oasis, Errores y Escenarios idílicos.
Al final llegué al principio y ahí, entre muebles de salón, estaba el Perro ladrador:

            Como no muerdo,
                                               ladro
            Si me dejan ladrar,
                                               no muerdo
            Oblígame a callar
                                               Y me tiro a tu cuello.

Félix ChacónPoesía valiente.






                                                 Lagartija Nick. Buenos días Hiroshima
                                 



miércoles, 15 de marzo de 2017

La caverna, de José Saramago


La caverna fue la primera novela que leí de José Saramago. Todavía me recuerdo toda la tarde sumergido entre sus páginas, disfrutando como si de una maravillosa melodía se tratara. Pocas novelas que he leído después me han marcado tanto como La caverna.

El pasado cinco de marzo escribía Javier Marías en su columna de El País Semanal un artículo con motivo de la edición conmemorativa de su novela Corazón tan blanco que ha publicado Alfaguara. Señalaba  Marías que nunca relee sus libros, es más, alerta de los peligros de la relectura, sobre libros que uno leyó con entusiasmo en una época de la vida y pasado el tiempo le defraudan. “Y lo cierto es que no hay manera de saber de quién es la culpa: si del lector antiguo e ingenuo, si del lector actual y resabiado, si del libro mismo que era excelente cuando apareció y una birria cuando mal ha envejecido. Uno se encuentra, así, con que la realidad ignora no ya el valor intrínseco de una obra, sino su propia opinión al respecto. Por eso tiendo a huir las relecturas, con excepciones. A veces prefiero guardar un buen recuerdo difuso, y tal vez equivocado, antes que someterlo a la revisión de unos ojos más experimentados, impacientes y cansados.
La más famosa novela en español de la segunda mitad del siglo XX, Cien años de soledad, no me he atrevido a echármela a la vista desde que la leí muy joven: temo que ahora me decepcione, temo encontrarla increíble, pinturera, exagerada; o irritarme cuando me cuente que no sé qué personaje levita, algo que ya no le perdonaba en vida Cabrera Infante. Es un ejemplo.
Sé que puedo volver a Conrad, Flauvert, Melville y Dickens sin miedo, porque he corrido el riesgo con ellos y he salido reafirmado. Ya no estoy tan seguro con Faulkner, que leí con devoción, no digamos con Joyce y Virginia Woolf, que nunca me sedujeron mucho (con salvedades). No sé si aguantan todo Valle-Inclán ni todo Beckett, ni las novelas largas de Henry James (sí los cuentos), ni todos los puntillosos arabescos de Borges. No desconfío de los relatos de Horacio Quiroga. Si Rayuela me pareció una tontada en su día, no quiero imaginarme ahora. No regresaría a las novelas de Fitzgerald ni Hemingway (sí a algunos cuentos de  éste). Pos supuesto pueden revisitarse sin fin Shakespeare, Cervantes, Proust y Lampedusa…”

Leí La caverna en el año 2001, año de su publicación en España. Compré la novela del Círculo de Lectores con esa inquietante portada, ocupada totalmente por el muro de un edificio iluminado por la luz de una farola que no vemos,  con cuatro pares de ventanas en pequeños arcos de medio punto, dos en cada planta, todas ellas cerradas excepto una  que está abierta.
Quince años después decidí releer, en la misma edición, este libro que tan grato recuerdo me había dejado. Y ahí me atacaron los temores que menciona Javier Marías en su artículo. Me arriesgaba a la decepción, a que desdibujara ese recuerdo de Cipriano Algor y su hija Marta luchando contra los elementos. Temía que, en esos quince años transcurridos, fuese yo el que me había dejado llevar por la corriente y que la novela me pusiera enfrente de un viejo autorretrato borroso e irreconocible. Sabía a lo que me enfrentaba, así que la leí con más calma. Y me pareció que seguía siendo una obra magnífica.  Corrí el riesgo y salí reafirmado, con la novela, y también con el autor, aunque del autor nunca había dudado.


Era una relectura que me volvía a llevar a esa forma de escribir tan peculiar, sin apenas puntos aparte, sin signos de interrogación, y en lugar de rayas, mayúsculas después de las comas para distinguir cuando habla uno u otro en los diálogos. Me reencontré con esos personajes tan enormes, con tanta dignidad, ternura y sabiduría, de los que tanto había aprendido quince años atrás. Me volví a  sumergir en aquella música maravillosa. Y en esa música me reconocí perfectamente.

“Miren en qué situación estoy, un hombre trae aquí el producto de su trabajo, sacó la tierra, la mezcló con agua, la batió, amasó la pasta, torneó las piezas que le habían encargado, la coció en el horno y ahora le dicen que sólo se quedan con la mitad de lo que ha hecho y le van a devolver lo que tienen en el almacén, quiero saber si hay justicia en este procedimiento”.
Quien así habla es Cipriano Algor, alfarero viudo, que vive en un pequeño pueblo junto a su hija Marta y su yerno Marcial Gacho, vigilante de un enorme centro comercial, el Centro. Viven de vender la cerámica al Centro, pero nuevos materiales como el plástico se imponen y comienzan a provocar que la pequeña alfarería se quede sin pedidos. El Centro es el que decide sobre la vida y la muerte de los que se acercan a él, el Centro es un imán que todo lo engulle. El Centro  impone su forma de vida, una vida deshumanizada, una caverna. Todos dan por sentado que lo mejor que le puede pasar a uno es irse a vivir allí. Todos excepto Cipriano Algor, que se resiste a que una actividad tan antigua como la cerámica desaparezca.
Ante la angustia provocada por el anuncio del Centro de dejar de comprar la cerámica, una serie de pequeños pero importantes acontecimientos van teniendo lugar en torno a Cipriano Algor. El encuentro  casual con una vecina, Isaura, también viuda, a las puertas del cementerio, o la llegada a la casa de Encontrado,  un perro perdido y muy listo. Estos dos pequeños hechos van a marcar la vida de los Algor. Por otro lado está la determinación de Marta, que decide innovar en la alfarería para tratar de que no se hunda, y convence a su padre para embarcarse en el proyecto de modelar figuras humanas para intentar venderlas al Centro. Sabe que será en vano, pero también sabe que está en juego no sólo el negocio, sino también la vida de su familia.

El narrador omnisciente suele aparecer por encima del relato, cual si fuera, que lo es, el propio Saramago, para dirigirse al lector con reflexiones como la que sigue: “Las enciclopedias son como cicloramas inmutables, máquinas de proyectar prodigiosas cuyos carretes se quedaron bloqueados y exhiben con una especie de  maníaca fijeza un paisaje que, condenado de esta forma a ser, para siempre jamás, aquella que fue, se irá volviendo al mismo tiempo más viejo, más caduco, más innecesario. La enciclopedia comprada por el padre de Cipriano Algor es tan magnífica e inútil como un verso que no conseguimos recordar.
No seamos, sin embargo soberbios y desagradecidos, traigamos a la memoria la sensata recomendación de nuestros mayores cuando nos aconsejaban guardar lo que no era necesario porque, más pronto o más tarde, encontraríamos ahí, lo que sin saberlo entonces, nos acabaría haciendo falta”.
Eso es la alfarería, una palabra de la enciclopedia que envejece. Eso es la enciclopedia, una palabra que envejece. Envejecen juntas.

Rodeados de vasijas y con las manos llenas de barro, las conversaciones entre padre e hija  no tienen desperdicio. Pura filosofía.
“Viví, miré, leí, sentí, Qué hace ahí el leer, Leyendo se acaba sabiendo casi todo, Yo también leo, Por tanto algo sabrás, Ahora ya no estoy tan segura, Entonces tendrás que leer de otra manera, Cómo, No sirve la misma forma para todos, cada uno inventa la suya, la suya propia, hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir nunca ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa, A no ser, A no ser, qué, A no ser que esos tales ríos no tengan dos orillas sino muchas, que cada persona que lee sea, ella, su propia orilla, y que sea suya y sólo suya la orilla a la que tendrá que llegar, Bien observado, dijo Cipriano Algor, una vez más queda demostrado que no les conviene a los viejos discutir con las generaciones nuevas, siempre acaban perdiendo…”
El alfarero es un hombre sabio, pero conforme avanza la novela, su hija demuestra estar a la altura, incluso superarle. Marta, casada con el vigilante Marcial, sin duda, es uno de los grandes personajes creados por José Saramago.

Es ahí, en el aprendizaje y en la crítica, donde cobra sentido el título de la novela. Saramago no duda en tomar la famosa Alegoría de la caverna de Platón para darle sentido a esta obra. El epígrafe que abre la novela, extraído del libro VII de la República de Platón dice así: “Qué extraña escena describes y qué extraños prisioneros, Son iguales a nosotros”.
Saramago afirmó: “La caverna ha sido escrita para que la gente salga de la caverna”.




 Traducción del portugués: Pilar del Río