martes, 31 de enero de 2017

"Las rutas del nómada", de Cristina Morano




Hace  años busqué este libro por todas las librerías de la ciudad. Imposible. Estaba agotado y descatalogado. No recuerdo quien me habló de él, ni por qué lo saqué prestado de la biblioteca pública. Solo recuerdo que nada más leer los cinco primeros poemas decidí que aquel libro tenía que ser mío. Una pequeña obra de arte. Pequeña porque tan solo recogía veintitrés poemas que Cristina Morano había escrito entre 1994 y 1998. Era poesía sin concesiones, impactante, desesperanzada, libre de cualquier sentimentalismo al uso de esos que a veces la endulzan hasta hacerla insoportable.
Entonces hice lo que nunca se debe hacer. Pasé el libro de la biblioteca por la fotocopiadora. Salieron de la máquina trece páginas a doble cara, páginas que releí, subrayé y anoté muchas veces hasta que, finalmente, quedaron guardadas en una carpeta y colocadas en su lugar correspondiente de la estantería. Habían adquirido la condición de libro de hecho. Tiempo después, se unieron a la clandestinidad de estas tristes hojas, otros poemarios de la autora, como “El pan y la leche”, “El ritual de lo habitual”  y “Cambio climático”, que entraron en la estantería, esta vez sí, con todas las de la ley. 
Hace unos días, mientras vagabundeaba por la Librería La Candela, mi mirada se centró en un librito sin título en el lomo. Lo saqué del estante por curiosidad. Y ahí estaba,“Las rutas del nómada” de Cristina Morano. Quince años después. Impecable, como si el anterior propietario nunca lo hubiera abierto para comprobar  qué había dentro. Lo abrí con cuidado, y me encontré con este poema. Como llegado de otra vida.

"El cielo es rojo todas las mañanas,
cuando los estudiantes vienen a vomitar
a los lavabos de sus novias,
cuando los niños de la calle Santa Rita
aprenden a distinguir los policías
de los camellos, por un guiño
del ojo o por un pliegue de la ropa.

Pero antes de este amanecer que pone
en guardia a los insectos y a los taxis,
los padres han dormido ajenos
al llanto de sus hijos,
han salido los yonkis  a la calle
a dar tirones en los bolsos
y los locos han apuntado en su diario
que tenían los ojos verdes.
Incluso tú
Te has despertado en plena noche,
te has detenido a dos segundos
de cualquier tipo de suicidio
-seguro de que todo continúa
exactamente igual después de muerto-;
has comprobado que esta noche,
los grifos no funcionan,
y has bebido ginebra pura
como si fuera agua;

te has quemado
la garganta y tu voz no ha sido
la misma desde entonces".


 “Las rutas del nómada” se vino a casa.
Contento de tenerlo por fin, lo coloqué en en estante. Lo observé durante un buen rato.
Saqué las fotocopias de la carpeta y antes de tirarlas a la basura, les eché el último vistazo.
Comencé a leer:


"En 1994 espero ir al cielo
porque he estado demasiado tiempo
en el paro. Me levanto muy temprano,
me seco con toallas sucias,
se ha caído el vaso al suelo
y él me ha llamado zorra.

Sólo me quedaba un amigo,
tranquilamente sentado delante del televisor,
tenía metadona y pasteles en su nevera.
Compró cigarrillos con mi dinero,
después me dejó en la calle.
Me echaron del trabajo,
otra vez estoy fuera del sistema.
Si me ves por ahí y quieres estar conmigo
sólo tienes que invitarme a comer algo
pero si vas a besarme,
procura que tus labios no estén fríos,
puede ser la última vez que me veas
-esto fue lo que aprendí.

Realmente he estado tanto tiempo en el paro,
que en 1994 espero ir al cielo,
y pasarme las horas dormida
como las pasan los ángeles de dios,
cuando se chutan el caballo".


Las fotocopias volvieron al lugar que tanto tiempo habían ocupado.




                                           Cristina Morano en "El ritual de lo habitual"

sábado, 28 de enero de 2017

Que se levanten los muertos, de Fred Vargas



«Y recuerda que no había otra opción —dijo Marc—. El orden cronológico como criterio de reparto: en la planta baja, lo desconocido, el misterio del origen, los instintos primarios, la curva donde todo puede pasar; en resumen, las estancias comunes; el primer piso, se abandona un poco al caos, comienza el lenguaje, el hombre desnudo se alza en silencio, o sea, tú, Mathias. [...]
Ascendiendo un poco más por la escala del tiempo—continuó Marc—, saltando sobre la Antigüedad, a punto de comenzar el glorioso segundo milenio, los contrastes, las audacias y las penas medievales, o sea, yo, en el segundo piso; luego, arriba, la degradación, la decadencia, el experto en historia contemporánea, o sea, él —continuó Marc sacudiendo a Lucien por el brazo—, en el tercer piso, cerrando con la vergonzosa Gran Guerra la estratigrafía de la historia y la de la escalera; aún más arriba, mi padrino, que vive el presente de esa manera tan particular».

Esta es la distribución del  caserón en que viven  los protagonistas de Que se levanten los muertos, primera novela de la trilogía de los Tres Evangelistas de la escritora francesa Fred Vargas. Mi primera lectura de la autora fue El hombre de los círculos azules, con el comisario Adamsberg como protagonista. Me gustó su originalidad y cuando un autor me gusta ya no lo abandono, de manera que busqué información sobre Fred Vargas, y vi que había escrito una trilogía de misterio protagonizada por tres historiadores en paro que, además de investigar el pasado, juegan a ser detectives en el presente. Empujado por una especie de conciencia de clase fui corriendo a la librería a por la primera de las novelas. Se titulaba Que se levanten los muertos. Comencé a leerla y pronto sentí simpatía por estos tres locos desamparados que intentan vivir del pasado en una sociedad en la que el pasado cada vez está más lejos del presente, cada vez interesa menos, cada vez está más olvidado.

Fred Vargas, historiadora y arqueozoóloga, especialista en el medievo, igual que Marc Vandoosler,  ha publicado varios ensayos (no traducidos al castellano) sobre animales, alimentación y enfermedades como la peste en la Edad Media. Estos ensayos son los únicos que firma con su verdadero nombre, Fréderique Audoin-Rouzeau. Su hermano Stéphane Audoin-Rouzeau (el libro está dedicado a él), inspirador de Lucien Devernois, es también historiador, especialista en la Gran Guerra, de modo que no es extraño que hiciera un homenaje a esta disciplina con la creación de estos personajes..
Que se levanten los muertos fue publicada en 1995 tras el éxito de El hombre de los círculos azules (1991) en la que aparece por primera vez el personaje que hará célebre a la autora, el comisario Adamsberg.  Fred Vargas decidió abrir camino alternativo al del comisario, camino que completó con las dos novelas siguientes, Más allá a la derecha (1996) y  Sin hogar ni lugar (1997). Todas ellas fueron traducidas al castellano y publicadas por la editorial Siruela en el año 2007. Pronto se convirtieron en auténticos bestsellers, por lo que  también fueron publicados  en la edición de bolsillo de Punto de Lectura.


Los protagonistas de Que se levanten los muertos son tres jóvenes sin trabajo, «con el agua al cuello»  (la autora lo recuerda infinidad de veces a lo largo de la novela), que se trasladan a vivir a un desvencijado y viejo caserón («Cuatro pisos contando el desván, un jardín pequeño, en una calle olvidada y en estado ruinoso: Lleno de agujeros por todas partes, sin calefacción y con el servicio en el jardín con un picaporte de madera. Entornando los ojos, una maravilla»), del centro de París situado en la ficticia Rue Chasle,  cercana a la no ficticia Rue Saint Jacques, a espaldas de la Sorbona y cercana al Jardín de Luxemburgo. Son tres historiadores treintañeros que intentan sobrevivir pero que no han perdido el entusiasmo por la Historia, una disciplina que, evidentemente, no les proporciona una vida holgada. Son Marc, el medievalista, Mathias, el prehistoriador y Lucien, el experto en La Gran Guerra. A ellos les acompaña el tío de Marc, el viejo Vandlooser, un policía apartado del cuerpo por asuntos turbios. Es éste quien bautiza a los historiadores como los Tres Evangelistas: San Marcos, San Lucas y San Mateo. Aunque pueda parecer que tienen mucho en común, sus respectivas especialidades los sitúa en campos totalmente diferenciados y les dibuja un carácter en consonancia con la época de estudio elegida por cada uno.

Marc Vandoosler, el medievalista,  es el que mayor protagonismo tiene de los tres, especie de alter ego de la autora, que nos acerca a él a través de un estilo indirecto libre que maneja magistralmente.
«Marc borró de un golpe rápido todo su dibujo. Había destrozado su figura. Con un gesto de nerviosismo. No paraban esos gestos de nerviosismo, de importancia rabiosa. Caricaturizar a Mathias era fácil. Pero ¿y él? ¿Qué era él sino uno de esos medievalistas decadentes, uno de esos jovencitos morenos, elegantes, gráciles y resistentes, una suerte de investigador de lo inútil, un artículo de lujo sin esperanzas, que vinculaba sus sueños fracasados a unos cuantos anillos de plata, a visiones del año mil, a campesinos que empujan el arado, muertos desde hace siglos, a una lengua romance que a nadie importaba lo más mínimo, a una mujer que lo había dejado? Marc levantó la cabeza. Al otro lado de la calle, un inmenso garaje».
Mathias Delamarre, el prehistoriador, el gran rubio cazador-recolector, siempre indiferente a todo lo que pasó después del año 10000 antes de Jesucristo, vive de vender carteles en la Estación de Chatelet y de hacer de negro en una editorial escribiendo novelas de amor de ochenta páginas. Le gusta andar por la casa, cual hombre de las cavernas, como dios le trajo al mundo, eso sí, con las sandalias puestas.
Lucien Devernois, el historiador de la Primera Guerra Mundial, es el que mayor recelo causa en Marc y Mathias, tan alejados del presente. Aunque para Mathias, desde su lejano mundo ágrafo,  Edad Media y la Edad Contemporánea son la misma cosa.
Lucien es capaz de periodos de estudio en silencio enormemente largos y «a él le debían la tercera parte del alquiler y una generosidad arrolladora que aportaba cada semana algún lujo extra al caserón. Pero también era generoso en palabras y en juegos verbales. Peroratas militares irónicas, excesos de toda clase, juicios mordaces. Era capaz de gritar durante una hora por cualquier tontería. Marc estaba aprendiendo a dejar que las peroratas de Lucien le entraran por un oído y le salieran por el otro. Lucien no era militarista en absoluto. Perseguía, con rigor y resolución, el núcleo de la Gran Guerra sin por atraparlo. Seguramente por eso gritaba».
Poco a poco va a ser la terminología de Lucien la que se imponga. El espacio donde se desarrolla la trama es el propio barrio. A un lado del caserón vive la cantante de ópera ya retirada, la griega Sophia Siméonidis  junto a su marido. Este es el frente occidental. Al otro, en el frente oriental, vive la guapa Juliette Gosselin, dueña de una pequeña taberna con forma de tonel llamada “Le Tonneau” que se va a convertir en centro de operaciones de los historiadores.
El otro de los grandes protagonistas de la novela es, sin duda el viejo policía retirado que vive con los tres historiadores en el caserón,  Armand Vandoosler, tío-padrino de Marc. El personaje va creciendo y su papel va ganando peso conforme avanza la novela. «Tenía, o eso le parecía, un aspecto interesante (Sophia, observa a sus vecinos que acaban de trasladarse al caserón a través de la ventana). De lejos era el más guapo de los cuatro. Aunque fuera el más viejo. Sesenta o setenta años. Parecía que de aquella boca fuera a salir una voz ronca, pero tenía, al contrario, un timbre tan suave y bajo que Sophia aún no había podido captar una palabra de lo que decía. Derecho, alto, como un capitán sin navío, no pegaba ni golpe en las obras. Sólo supervisaba y ordenaba».
«¿Cómo había llegado hasta aquí? (se pregunta Vandoosler). Una sucesión de casualidades. Cuando pensaba en ella, su vida le parecía un tejido coherente,  y sin embargo, hecho de impulsos no muy pensados, decididos en cada momento y que, por tanto, podían haber sido de otra manera. Grandes ideas, proyectos vitales sí que había tenido. Pero no había llevado a cabo ninguno. Ni uno. Siempre había visto sus resoluciones más firmes desmoronarse ante la primera tentación, sus compromisos más sinceros debilitarse a la menor ocasión, sus palabras más entusiastas disolverse en la realidad. Así era. Se había acostumbrado a ello y consideraba que no había nada que criticar. Le bastaba con vivir al día. Eficaz y a menudo brillante en el momento, se veía perdido en el medio plazo».

La trama de la novela va tomando cuerpo ya en la primera página cuando los habitantes del caserón se ven involucrados en un extraño asunto. A su vecina Sophia le ha aparecido un árbol en su jardín de la noche a la mañana,  lo cual la inquieta. Pronto va creciendo en su mente la idea de que ese árbol lo ha plantado alguien para ocultar algo, tal vez un cadáver, lo que la lleva a pedirles ayuda para que hagan una zanja y lo comprueben. El misterio aumenta cuando es la propia Sophia la que desparece sin dejar rastro. Es entonces cuando las neuronas de los tres historiadores y del viejo policía retirado se ponen en funcionamiento para tratar de resolver el caso de la desaparición de su vecina. Fred Vargas, como buena maestra del género, va dejando claves para que el lector intente resolver el misterio. Una segunda parte vertiginosa nos lleva a un desenlace inesperado, como no podía ser de otro modo. Todos aceptan una hipótesis, incluido el lector, excepto la analítica mente de Marc que se niega a aceptar esa verdad, por muchos indicios que le llevaran a ella, porque para él, como buen historiador, todas las hipótesis deben ser refrendadas con datos, con hechos objetivos.

Señala el periodista de El País, Guillermo Altares, en el prefacio a una entrevista que le hizo a la autora francesa el 3 de noviembre de 2015 con motivo de la publicación de su última novela Tiempos de hielo, que las novelas de la escritora francesa Fred Vargas tienen una enorme ventaja para los devoradores de novela negra: no se parecen en nada que se haya leído hasta entonces y que se vaya a leer en el futuro. Tal vez exagera si aplicamos la afirmación a esta novela. He echado en falta mayor protagonismo del contexto político y socioeconómico, o de una ciudad como París, que apenas si aparece. Es evidente que no era eso lo que quería mostrar Fred Vargas. Se quería ceñir a la trama y a los personajes. Lo cierto es que es una novela ligera, de lectura rápida, juvenil, desengrasante, de esas que no castigan demasiado a las neuronas, a veces divertida y, sobre todo, muy entretenida.





Traducción de "Que se levanten los muertos", de Helena del Amo


viernes, 20 de enero de 2017

84, Charing Cross Road, de Helene Hanff



84, Charing Cross Road de Helene Hanff es un libro del que he leído y escuchado opiniones siempre favorables: que es una delicia, un libro de culto, una joya para bibliófilos, y cosas por el estilo. Lo cierto es que nunca me había planteado ir a comprarlo, pero la semana pasada (todavía me pregunto cómo) terminé con él en casa.
El viernes por la tarde me pasé por la Librería Circus para ver si tenían un libro sobre historia medieval que me interesaba desde hacía tiempo.  Nada más entrar, mis desobedientes manos sacaron un ejemplar de la estantería sin que me percatara de ello. Me dirigí a la sección correspondiente y anduve un buen rato mirando el lomo de muchos de esos tomos, que me devolvían la mirada con cara de hastío a sabiendas de que ninguno de ellos sería el elegido. Me di por vencido y me acerqué para preguntar al librero, quien amablemente, tras consultar el catálogo, me informó de que en esos momentos no lo tenían, pero que me lo podrían pedir a la editorial. Así que me puse a pensarlo, y antes de responderle que no era necesario, la barba del librero me dijo el precio del libro que llevaba en la mano derecha. La mano izquierda reaccionó rápidamente sacando el monedero del bolsillo, y la otra, la que llevaba el libro, tras depositarlo momentáneamente en el mostrador, encontró un billete con el que pagó sin que le temblara el pulso, y también sin consultarme. Cuando salí por la puerta de la librería, pensando todavía dónde narices podría encontrar ese libro de historia medieval que andaba buscando, leí el título del que acababa de comprar:  84, Charing Cross Road.
Lo más extraño es que esa misma noche dejé un libro estupendo que llevaba a medio para comenzar a leer a Helene Hanff. Antes de dormirme ya había leído más de la mitad de esta obra que creía ficción y resultó ser realidad. Al día siguiente terminé las ciento veintiséis páginas que la componen.


                                                   Helene Hanff, enfrascada en la lectura


El libro es un compendio de la correspondencia entre la escritora y los trabajadores —especialmente con el gerente Frank Doel—de librería londinense Marks & Co., situada precisamente en el 84 de Charing Cross Road, calle que da título al libro. Ese intercambio epistolar se mantiene a lo largo de los veinte años en los que se suceden las peticiones de libros por parte de Helene Hanff que, como buena autodidacta, es una lectora incansable y curiosa. En total, son ochenta cartas que comenzaron a cruzar el Atlántico el 5 de octubre de 1949 y terminaron de hacerlo el 11 de abril de 1969. La última, la número ochenta y uno, fechada en octubre de 1969, forma parte del epílogo.
En ellas se puede ver cómo, a partir de la crítica o alabanzas los libros que le van llegando, se afianza la amistad entre Helene Hanff, que tiene un talante divertido y desenfadado, y Frank Doel que apenas se atreve a salir de su corrección británica. Aunque no se conocen personalmente, llega un momento en que parece que Helen y Frank son amigos de toda la vida.
A este intercambio de misivas se suman otros trabajadores de la librería (Cecily Farr y Megan Wells), la esposa  de Frank, Nora, o incluso la vecina de ésta, la anciana Mary Bulton, todos ellos conmovidos por la generosidad de la escritora que les envía paquetes de alimentos que son imposibles de encontrar en la Inglaterra de posguerra con la escasez y el racionamiento impuesto por el gobierno.



                                          Frank Doel, junto a su esposa Nora y sus hijas.


Además de la crónica conmovedora de una amistad (hay quien intuye algo más) entre dos personas que viven a miles de kilómetros de distancia, 84, Charing Cross Road es también la pequeña historia de los cambios que en ese tiempo tuvieron lugar en el mundo. Porque aparte de los libros, los escritores o las ediciones, las cartas que vuelan de una punta a otra del Atlántico vía correo postal, contienen detalles de la historia, como la coronación de Isabel II; de la política, como las elecciones en las Frank Doel es partidario de que gane Churchill confiando en que ponga fin al racionamiento; o de la sociedad, en la que hace su aparición un fenómeno de masas como la música pop, con The Beatles como punta de lanza.





Una de las cosas que más me han impresionado de Helene Hanff es su férrea voluntad de ser escritora partiendo de cero. Con veinte años, sin un dólar en el bolsillo y sin haber finalizado los estudios universitarios, se instaló en Nueva York en 1936, en plena Gran Depresión (ese mismo año se estrenó en los cines Tiempos Modernos, de Chaplin) con la firme determinación de vivir de la escritura. Lo intentó con el teatro, y a lo largo de su vida escribió más de veinte obras, pero jamás vio representada una de ellas sobre el escenario. En una interesante entrevista para la BBC en el año 1981, traducida por la periodista Miriam Molero, cuenta entre risas:
“Yo estaba perseguida por el hecho de que no tenía educación y que quería ser una escritora, quería escribir obras de teatro y no me daba cuenta de que había un problema en el hecho de que no me gustara leer teatro”.
Sin embargo nunca se dio por vencida, y salió adelante adaptando guiones para televisión del escritor/ escritores de novela negra Ellery Queen, o una historia de los Estados Unidos para niños, o artículos para la revista New Yorker o Harper’s Magazine. También escribió una autobiografía y una guía sobre su querida Nueva York.

Como se observa en 84, Charing Cross Road, a Helene no le gusta la ficción, como señala  el 9 de febrero de 1952: “jamás he conseguido interesarme por cosas que sé que jamás les ocurrieron a personas que nunca han vivido”. Por eso casi todos sus pedidos son biografías, clásicos de la antigüedad, ensayos literarios, diccionarios, diarios, cartas, y poesía. Encargó y recibió más de una treintena de libros. Los ensayos de Hazlitt, de Stevenson, de Leigh Hunt, de Walter Savage Landor, de Chesterfield y de Goldsmith; la poesía de Wyatt y de Johnson (le parece que Keats o Shelley gimotean cuando hablan de amor). Estos últimos los pide en “libro de pequeño formato para poder metérmelo en los bolsillos de los pantalones y llevármelo a Central Park”; La universidad ideal, de NewmanLa ruta del peregrino, de Quiller-Couch; un Nuevo Testamento de la Vulgata; las Vidas, de Walton; las obras de Cátulo, de Horacio, de Safo y de Platón; El Diario de Sam Pepys; una Antología del aficionado a los libros; los Cuentos de Canterbury, de Chaucer; la poesía completa de John Done y de William Blake,  El viaje a América; de Alexis de TocquevilleEl lector común, de Virginia Woolf; el libro ilustrado El viento entre los sauces, de Kenneth GrahameDiario de una dama provinciana, de E.M. Delafield y las 0bras completas del duque de Saint Simon.

Hay excepciones. Es imposible que una lectora voraz como Helene Hanff no caiga en las redes de la ficción, de modo que su opinión sobre la novela cambia a partir de la lectura de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen y de Tristam  Shandy, de Laurence Sterne. Estas son las dos únicas novelas que encarga emocionada a la librería. Y lo hace después de haberlas leído, porque Helene Hanff tiene la costumbre de de leer los libros prestados de la biblioteca pública antes de comprarlos, como señala en la misma carta del 9 de febrero: "va contra mis principios comprar un libro que no he leído previamente: es como comprar un vestido sin probártelo...”




La escritora dice adquirir los libros para releerlos (aquellos de una sola lectura, los tira o los regala) aunque yo creo que además los compra para que le hagan compañía en ese pequeño apartamento del 14 East 95th Street, junto a Central Park, en el que vivió hasta 1956. El 10 de abril de 1950, escribe: “Visto jerséis apolillados y pantalones de lana, porque donde vivo no encienden la calefacción durante el día. Es una casa de cinco ladrillos de piso oscuro; todos los demás inquilinos salen para el trabajo a las 9 de la mañana y no regresan hasta las 6..., ¿por qué va a calentar el propietario todo el edificio por una simple lectora/escritora de guiones, que trabaja en casa en la planta baja?"
El 1 de septiembre de 1956 cambia de apartamento y se va a vivir a un estudio de dos piezas en la 2ª Avenida. Las últimas cartas las recibe ahí, en el 305 East 72nd StreetEn la actualidad ese edificio lleva el nombre de 84, Charing Cross Road en honor a su ilustre inquilina.









 sos piezas en LA 2´gunda aveni va a ?. ficio por una simple lectora/escritora de guinoes que 19Una de las claves del éxito que tuvo, y sigue teniendo, esta relación epistolar, es que los libros y las librerías son los verdaderos protagonistas. 
En la carta fechada el 3 de noviembre de 1949, Helene escribe:
“Los libros llegaron bien, y el de Stevenson es tan bello que hasta abochorna un poco a mis estanterías hechas con cajas de naranjas. Casi temo tocar esas páginas de tacto tan suave que semejan pergamino y de un fuerte color crema. Acostumbrada al blanco apagado y a las cubiertas de cartón rígido de los libros americanos, jamás supuse que un libro así pudiera proporcionar un placer tan gozoso al sentido del tacto”.

Maxine, amiga de Helene que viaja a Londres (ella no se decide nunca a hacerlo a pesar de que la invitan continuamente), le describe la librería Marks & Co. en una carta fechada el 10 de septiembre de 1951.
“¡Es una tiendecita antigua y encantadora, que parece salida directamente de las páginas  de una novela de Dickens!
¡Te chiflará cuando la veas!
Tienen fuera unos expositores, y me paré a hojear unas cuantas cosas simplemente para sumir la apariencia de una amante de los libros antes de pasar al interior. Dentro está oscuro: hueles los libros antes de poder verlos; un olor de los más agradable. No soy capaz de describírtelo, pero es una combinación de moho, polvo y vejez, de paredes revestidas de madera y suelo entarimado. Hacia el fondo de la tienda, a la izquierda, hay un escritorio con una lámpara de estudio encima. Frente a él estaba sentado un hombre de unos cincuenta años, con nariz a lo Hogarth...”
Incluso, en una carta remitida por la propia librería el 15 de enero de 1952, le dicen cómo limpiar algunos de los libros:
“Le aconsejaríamos que empleara jabón normal y agua. Ponga una cucharadita de carbonato sódico  en medio litro de agua templada y emplee una esponja enjabonada. Creo que con esto retirará la suciedad; después puede abrillantarlo con un poco de lanolina”.

Helene Hanff junto a su inseparable máquina de escribir

Mi impresión: una joya, una delicia, un libro lleno de amistad, cariño, solidaridad, comprensión y agradecimiento. Un libro lleno de libros. Me entusiasmó tanto, que le di una segunda vuelta, sin pereza (es un libro corto), lápiz en mano. Esta obra (no ficticia, faltaría más) que publicó Helene Hanff en 1970, la única que, paradojas de la vida, la hizo célebre (se adaptó al teatro y posteriormente al cine, con éxito), gustará seguro a todos los que adoran el libro como objeto de veneración, a los coleccionistas de libros, a los que tienen una biblioteca en casa y cada día los mueven de sitio para que no se aburran (los libros), a los que se les para el tiempo cuando entran a una librería de viejo. A todos les encantará, 84, Charing Cross Road.



 Traducción de 84, Charing Cross Road, de Javier Calzada


miércoles, 18 de enero de 2017

Nos gustan los clásicos




El mes pasado participé en el mes de la novela clásica que organizaba el blog “Libros que hay que leer” y tengo la sensación de que me supo a poco, así que voy a seguir leyendo clásicos en la “I Edición del Reto Nos gustan los clásicos” que organiza Francisco del blog “Un Lector Indiscreto”.

El reto consiste en leer y reseñar a lo largo del año 2017 cinco títulos considerados clásicos. Y en dicho reto se consideran clásicos aquellas obras que perduran en el tiempo y son leídas por varias generaciones. Por lo demás, los participantes pueden elegir la obra que quieran dejando a su criterio la consideración de clásico. La única condición que se exige es que dicha obra se haya publicado antes de 1990.

Tengo muchas novelas pendientes de leer que podrían encajar en este reto, así que será estupendo participar. Muchos de estos libros llevan bastante tiempo en la estantería esperando pacientemente su turno. 2017 será su año.

Clásico 1: Helene Hanff. 84, Charing Cross Road. (1970) . Anagrama, 2002, Barcelona.

Clásico 2: Italo Calvino. El sendero de los nidos de araña. (1947)

Clásico 3: Witold Gombrowicz. Cosmos (1965)

Clásico 4: Juan Goytisolo. Campos de Níjar (1959) 

Clásico 5: Alexis de Tocqueville. Quince días en las soledades americanas (1860)

Clásico 6: Elie Wiesel. La noche (1956)

Clásico 7: Ray Bradbury. Fahrenheit 451 (1953)

Clásico 8: Kazuo Ishiguro. Pálida luz en las colinas (1982)

Clásico 9: Natalia Ginzburg. Las pequeñas virtudes (1962)

lunes, 16 de enero de 2017

"Lo que tengo que contarte", de Julia Montejo




Llevaba varios meses detrás de esta novela, concretamente desde que escuché a Julia Montejo en una entrevista radiofónica en la que hablaba de uno de los acontecimientos que se narran y del proceso de documentación del mismo. Se me quedó grabado porque lo desconocía por completo. Se trata de la matanza de un grupo de balleneros vascos en tierras de Islandia a principios del siglo XVII. 
Poco después, el azar quiso que escuchara un estupendo documental sonoro de Documentos RNE sobre los balleneros vascos en el que se abordaba la importancia socioeconómica de esta actividad desde la Edad Media hasta el siglo XVII. Me dio el último empujón la reseña que leí en el blog La lluvia literaria, así que fui a la librería a comprar Lo que tengo que contarte y me puse manos a la obra con la lectura.

La novela tiene ritmo y la leí en un par de tardes. En ella encontré luces y alguna que otra sombra, con momentos en que me pareció consistente y  otros, los menos, en los que tuve la sensación de que flaqueaba. En una ocasión a punto estuve de naufragar pero la cosa no pasó a mayores y finalmente llegué a buen puerto. Y contento de haber llegado porque una vez allí fui consciente de que había disfrutado del viaje.

La mejor manera de terminar una novela es en la primera página de la segunda vuelta.  Si me ha gustado la lectura no cierro el libro cuando llego al final, sino que regreso al principio porque sé que en el íncipit me voy a reencontrar con muchas de las claves de la historia. Eso es lo que me ocurrió con este libro, que me gustó y regresé a la primera página, y efectivamente, ahí estaban ya marcados los temas centrales de la novela: la búsqueda de la felicidad, la memoria, el inconformismo, la locura o el amor.

Lo que tengo que contarte de Julia Montejo comienza así:
«Amalia no estaba cuerda. O eso decían. Pero ella solo se sentía atrapada, confinada en una estrecha realidad de muros imponentes. Eso no significaba que estuviera loca, se repetía una y otra vez cuando las voces en su interior le exigían seguir buscando, no conformarse con la mediocridad a la que parecemos abocados en esa carrera perdida contra la vida. Para ella, los locos eran los demás, aquellos que se malograban con parejas que no amaban, con trabajos que aborrecían, con amigos que no lo eran. También los que proclamaban las bondades de la soltería y los que insistían hasta la saciedad en que una mujer o un hombre no necesitan a otra persona a su lado para ser felices. Patrañas. Amalia sabía que para creer en la felicidad tenías que sentirte completo, y que el verdadero amor no nacía de un encuentro sino de un reencuentro. Estaba escrito en su memoria. Hacía muchos años que ella había elegido su manera de vivir, o mejor dicho, de buscar».

Asier vive en Donosti, ronda los treinta años y es un escritor que no escribe porque no tiene una historia que contar. Un día ve a una mujer que se adentra en el mar cerca del Peine del Viento de Chillida y piensa que va a suicidarse. Es ahí cuando conoce a Amaia Mendaro, una chica muy especial que comienza a contarle una historia sobre los recuerdos que tiene de una vida pasada, una vida que vivió a principios del siglo XVII cuando se llamaba Amalur Mendaro. Asier, en principio duda, pero finalmente comienza a escribir esa historia al tiempo que se va enamorando de ella. Poco después descubre que está en tratamiento psiquiátrico desde la muerte de sus padres y de su hermana en un accidente de avioneta. Escribir esa historia se va a convertir en su máximo objetivo y en la tabla de salvación de Amaia.


Julia Montejo, construye la novela utilizando frases cortas para que el lector no se detenga en ningún momento, y la estructura en 78 capítulos, también cortos, en los que alterna, con un narrador omnisciente, la relación entre Asier y Amaia, con el relato que el propio Asier va escribiendo en primera persona sobre las aventuras de Amalur Mendaro en el año 1615.
Poco a poco es el viaje de Amalur el que se va imponiendo en la narración, de manera que conocemos la vida de esta mujer joven que vive con su padre y sus hermanos en una aldea de los montes vascos. Tras ser violada por su prometido, con el que no quiere casarse, decide abandonarlo todo para huir lejos en busca de una nueva vida. Su fiel amigo Íñigo la acompañará en su huida. Ambos llegan a la costa y consiguen embarcarse en un ballenero que se dirige a las costas de Islandia para lo que Amalur habrá de hacerse pasar por hombre. Y así, disfrazada de grumete, tendrá de superar un sinfín de dificultades para que no la descubran. Hasta que el ballenero llega a Islandia donde, lo que comienza con buenas perspectivas para los balleneros vascos, terminará en desastre tras la orden de un magistrado islandés llamado Ari Magnusson que llevará al asesinato de treinta y dos de los tripulantes de la embarcación. Amalur Mendaro jugará entonces un papel fundamental. 
En esta novela Julia Montejo rescata a personajes que fueron protagonistas del suceso como Pedro de Aguirre, Esteban de Tellaría o Ari Magnusson y los coloca en torno a la historia de Amalur Mendaro, la historia de cómo una mujer valiente es capaz de sobrevivir en un mundo de hombres rudos, capaces de cazar ballenas a cuarenta bajo cero.


Aunque no soy dado a meterme en camisas de once varas, y menos aún a enmendar la plana a nadie, voy a hacer una excepción con el joven Asier. Y es que, cuando narra la llegada de Amalur Mendaro y su inseparable Íñigo al puerto para intentar embarcarse, escribe:
«Oímos un altercado entre el armador y un uniformado de la Corona. El hombre se queja de que el año pasado le embargaron la nave. Su embarcación está lista para partir. Le suplica que acuda a otros o que espere a septiembre, cuando hayan regresado. Desde el desastre de Trafalgar, cada vez que el monarca entra en guerra, echa mano de sus barcos. Están hartos».
La crítica de los abusos de la corona está más que justificada, pero, cuando llegan al puerto, corre el año 1615, y  el desastre de Trafalgar ocurriría ciento noventa años después. Imagino que Asier quería referirse a la derrota de la Armada Invencible ocurrida veintisiete años atrás, pero, en fin,  un pequeño lapsus como éste lo tiene cualquiera, y más aún cuando se escribe enamorado como le ocurre a él. Al fin y al cabo, en ambas batallas el resultado fue similar y la flota española salió mal parada. Quiero pensar que Amaia, Licenciada en Historia y Literatura, será quien haga la corrección oportuna cuando lea el borrador de lo que su querido Asier ha escrito.










lunes, 9 de enero de 2017

Creció espesa la yerba..., de Carmen Conde



Ayer se cumplieron veintiún años de la muerte de Carmen Conde, prolífica escritora que nació en Cartagena en 1907.
Si uno se da un paseo por las calles del casco viejo de esta milenaria ciudad, es probable que se encuentre con la escultura en bronce de una mujer sentada en un banco con las piernas cruzadas y con un libro sobre el regazo que está a punto de abrir. Es ella, Carmen Conde.
Así fue como descubrí a esta escritora, sentándome a su lado. Puede que antes hubiera pasado por mis manos algún viejo ejemplar suyo en alguna librería de ocasión, porque lo cierto es que su nombre me era familiar. Fue el tenerla ahí, sentada a mi lado, lo que rescató ese nombre del fondo de mi memoria y me llevó a investigar sobre esta mujer de rostro inteligente, amable y risueño.


De modo que me puse manos a la obra, y lo primero que leí sobre Carmen Conde fue que, a partir de 1978, ocupó el sillón K de la Academia Española de la Lengua, siendo la primera mujer en entrar en tan vetusta institución. Tenía 72 años y llevaba toda la vida escribiendo, sobre todo poesía, pero también ensayo, cuento y novela.
Continué leyendo la web del Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver del Ayuntamiento de Cartagena.
 En 1931, se casó con el poeta Antonio Oliver, muy relacionado con los escritores de la Generación del 27 (a su boda asistieron como invitados Miguel Hernández y su amigo Ramón Sijé).
Colaboró en las misiones pedagógicas de la Segunda República junto a María Moliner. Poco después, en Madrid, conoció a otros grandes escritores, como Juan Ramón Jiménez,  Gabriel Miró o Vicente Aleixandre, en cuya casa vivió de inquilina junto a su marido tras la guerra civil. Ambos habían estado en el bando republicano pero, a diferencia de otros intelectuales, no se exiliaron. Antonio Oliver estuvo preso y Carmen  Conde estuvo cerca de terminar también en prisión. La guerra cambió sus vidas, pero no su pasión por la literatura, pasión que la llevaría a publicar cerca de un centenar de obras.


Unos días después de aquel encuentro en Cartagena con Carmen Conde, perdiendo el tiempo en una librería de viejo, encontré una novela suya titulada “Creció espesa la yerba”, así que me la llevé a casa.  Es una novela que terminó de escribir con 67 años, en su querida Ribera de San Javier, en el Mar Menor. Corría el año 1974, pero sería publicada por la editorial Planeta en 1979.
Comienza así:
“Exactamente, cambiando las ropas, es como ella fue; una muchachita de unos dieciocho o veinte años, rubianca, de estatura mediana, delgaducha, pero con cierta gracia. Va vestida como casi todas: pantalón tejano, blusita blanca, zapatos deportivos, sin medias; y una mochila mediana, cuadrada, que cuelga liviana de uno de sus hombros. El pelo semilargo; unos grandes ojos claros intactos que ansían poblarse de imágenes distintas. Está a un lado de la carretera y no hace señas a ningún coche. Espera sencillamente.
Va disminuyendo la velocidad, curiosa, hasta detenerse ante ella que la contempla tranquila”.
La que conduce es Laura, una mujer de unos cincuenta años, que regresa desde de Madrid en coche a su tierra para pasar unos días en la playa. Por el camino recoge a María, una joven que hace autoestop. Durante el trayecto le cuenta los motivos de su huida. María vive con su hermana Isabel y su marido Santiago, del que siempre ha estado enamorada. Un día Santiago intenta seducirla por lo que ella decide poner tierra de por medio porque no sabe qué debe hacer.
La novela está estructurada en capítulos cortos que alternan la angustiosa historia de María viviendo bajo el mismo techo que su enamorado y que su hermana Isabel, con otros en los que Laura que intenta ayudar a la joven a tomar una decisión.
A mitad de la novela aproximadamente, comienzan a aparecer una serie de señales que nos llevan a pensar que Laura y María son la misma persona en diferentes momentos de su vida, señales que cada vez se hacen más evidentes. En realidad, nada ha ocurrido. Todo ha sido una especie de sueño en el que Laura, en su madurez, rescata de su memoria un episodio doloroso de su juventud. Y en este episodio se contraponen las opiniones de la madurez de Laura y de la juventud de María. “Es el desgarramiento mortal del enfrentamiento de la conciencia con la inconsciencia. A su memoria revierten palabras leídas, como músicas identificables: Creció espesa la yerba sobre la tumba de mi juventud”. Estas palabras que escribiera Alexandre Solzhenitsin en “Archipiélago Gulag” esconden la clave de esta novela de Carmen Conde, en la que, a través de una compleja estructura (tal vez demasiado enrevesada), la protagonista llega a ser consciente de cómo el paso del tiempo lo arrasa todo.
“Y Laura se dice que nada, que no queda nada de nada. Vivir, desear, tener, dejar, evocar…, no son nada un día, este suyo de hoy”.



miércoles, 4 de enero de 2017

"Espejos. Una historia casi universal", de Eduardo Galeano



Espejos. Una Historia casi universal, es el título de uno de mis libros de cabecera. Literalmente.
Es uno de esos libros que nunca está en el lugar que le corresponde en la estantería. Cuando lo busco allí, nunca lo encuentro, de hecho, es él quien me suele encontrar a mí. Ya lo hizo el día en que eligió cambiar de vida y de hemisferio, y venirse conmigo al Viejo Mundo desde su Argentina natal. Ocurrió el 31 de julio de 2008, un día invernal, gris y lluvioso, en el Aeroparque de Buenos Aires.  El librito, aficionado a las aventuras novelescas,  aprovechó la erupción del volcán Chaitén en Chile y la consiguiente cancelación del vuelo que íbamos a tomar para meterse en mi maleta;  él sabía (no sé como lo averiguó) que yo tenía por delante veinticuatro largas horas de autobús para prestarle toda mi atención. Desde entonces, no nos hemos separado. Es un libro con vida propia, que se mueve misteriosamente de un lado a otro. En casa le gusta mucho el dormitorio y tiene la fea costumbre de esconderse debajo de la almohada, aunque muchas mañanas lo sorprendo en la cocina, al lado de la tetera roja. El baño es uno de sus lugares favoritos, aunque no sé que hace ahí. Creo que me está pidiendo a gritos nuevas experiencias, como que lo lea bajo  la ducha, como hacía el poeta Mario Santiago con los libros que le dejaba Roberto Bolaño. De momento no le voy a dar el capricho porque lo no veo descontento tal y como está. Lo que menos le gusta es la sala de estar, y pienso que es debido a que no se lleva bien con el televisor, al que considera un estúpido mimado.  A veces, decide darme una alegría y acompañarme al trabajo, donde, el muy sinvergüenza, ya se ha hecho un hueco entre mis compañeros.  Es un libro listo, inquieto y rebelde al que no le agrada hibernar como a otros. Y lo mejor de todo es que siempre está de buen humor. Lo mismo que le ocurría a su autor, el escritor uruguayo Eduardo Galeano.

Espejos es un libro escrito en forma de breves artículos con la inconfundible voz de Galeano, una voz literaria, a veces poética, y siempre crítica, que hace que cada uno de estos casi seiscientos artículos sea una pequeña delicia.




El libro comienza en el origen de todo, en el origen de la vida y del hombre. 
El segundo relato dice así:

Caminos de alta fiesta
 «¿Adán y Eva eran negros? 
En África empezó el viaje humano en el mundo. 
Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta. 
Los diversos caminos fundaron los diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de colores.   
Ahora las mujeres y los hombres, arcoíris de la tierra, tenemos más colores que el arcoíris del cielo; pero todos somos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del África. 
Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido» (p.1).

Los hombres y mujeres de la Prehistoria vivieron de un lado a otro durante miles de años, hasta que dejaron de hacerlo porque ya no era necesario moverse tanto para poder sobrevivir. Aprendieron a controlar la naturaleza. Con la agricultura y la ganadería llegó la propiedad privada, y poco después la civilización, con la consiguiente división del trabajo, el Estado y la escritura.

Sobre la Fundación de la escritura,  escribe:
«Cuando Irak aún  no era Irak, nacieron allí las primeras palabras escritas. 
Parecen huellas de pájaros. Manos maestras las dibujaron, con cañitas afiladas, en la arcilla. 
El fuego , que había cocido la arcilla, las guardó. El fuego, que aniquila y salva, mata y da vida: como los dioses, como nosotros. 
Gracias al fuego, las tablillas de barro nos siguen contando, ahora, lo que había sido contado hace miles de años en esa tierra entre dos ríos. 
En nuestro tiempo, George W. Bush, quizá convencido de que la escritura había sido inventada en Texas, lanzó con alegre impunidad una guerra de exterminio contra Irak. Hubo miles y miles de víctimas, y no sólo gente de carne y hueso. También mucha memoria fue asesinada. Numerosas tablillas de barro, historia viva, fueron robadas o destrozadas por los bombardeos. 
Una de las tablillas decía: "Somos polvo y nada. Todo cuanto hacemos no es más que viento» (p.9).


En su viaje por el tiempo, Galeano se detiene, sobre todo, en un parte de la historia olvidada por la historiografía: la historia de las relaciones de género. Nos habla de Hatshepsut, de las Amazonas, de las mujeres mexicanas, egipcias, hebreas, hindúes, chinas, griegas y romanas, de cómo se fue imponiendo en estos lugares una sociedad patriarcal y machista en  la que eran  relegadas al ámbito doméstico, siempre menores de edad, convertidas en propiedad privada de los hombres, primero de sus padres varones, después de sus esposos y por último de sus hijos, también hombres. 

Fundación del machismo
«Zeus castigó la traición de Prometeo creando a la primera mujer. Y nos mandó el regalo. 
Según los poetas del Olympo, ella se llamaba Pandora, era hermosa y curiosa, y más bien atolondrada. Pandora llegó a la tierra con una gran caja entre los brazos. 
Dentro de la caja estaban, prisioneras, las desgracias. Zeus le había prohibido abrirla; pero apenas aterrizó entre nosotros, ella no pudo aguantar la tentación y la destapó. Las plagas se echaron a volar y nos clavaron sus aguijones. 
Y así llegó la muerte al mundo, y llegaron la vejez, la enfermedad, la guerra, el trabajo… 
Según los sacerdotes de la Biblia, otra mujer, llamada Eva, creada por otro dios en otra nube, también nos trajo puras calamidades» (p.34).

El libro habla (tiene ese don) de los orígenes del machismo, pero también de mujeres inquietas que no se resignaron a aceptar ese estado de cosas, y con su lucha intentaron romper las cadenas; y nos cuenta cómo lo hicieron mujeres como Hipatia de Alejandría, la esclava Harriet, Olympia de Gouges, Mariana Pineda, Concepción Arenal,  Victoria Kent, Flora Tristán, Marie Curie,  Rosa Parks o Fátima Mernissi , entre otras muchas.

La historia de la humanidad es amarga y está repleta de guerras e injusticias, y Galeano da buena cuenta de ello, pero también el ser humano ha dejado belleza a su paso creando grandes obras de arte, de modo que no se olvida de la literatura, la pintura o la música con relatos dedicados a El Bosco, Vivaldi, Mozart, Goya, Beethoven, Van Gogh, Munch o Picasso, Homero, Molière, Jonathan Swift, Víctor Hugo , Walt Whitman, la hermanas Brönte, Oscar Wilde o Fernando Pessoa. Algunos, como Baudelaire, Kypling  o Flauvert no salen bien parados en los párrafos que les dedica. Otros como Emily Dickinson, Mark Twain o Franz Kafka aparecen mucho mejor retratados. Y en una historia universal de casi todo no podían faltar unas líneas dedicadas a Miguel de Cervantes.

Don Quijote
«Marco Polo había dictado su libro de las maravillas en la cárcel de Génova. 
Exactamente tres siglos después, Miguel de Cervantes, preso por deudas, engendró a don Quijote de la Mancha en la cárcel de Sevilla. Y esa fue otra aventura de libertad nacida en prisión. 
Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don Quijote parecía destinado al perpetuo ridículo. Ese loquito se creía personaje de novela de caballería y creía que las novelas de caballería eran libros de historia. Pero los lectores, que desde hace un siglo no reímos de él, nos reímos con él. 
Una escoba es un caballo para el niño que juega, mientras el juego dura, y mientras dura la lectura compartimos las estrafalarias desventuras de Don Quijote y las hacemos nuestras. Tan nuestras las hacemos que convertimos en héroe al antihéroe, y hasta le atribuimos lo que no es suyo. “Ladran, Sancho, señal que cabalgamos” es la frase que los políticos citan con más frecuencia. Don Quijote jamás la dijo.
El caballero de la triste figura llevaba más de tres siglos de malandanzas por los caminos del mundo, cuando el Che Guevara escribió su última carta a sus padres. Para decir adiós, no eligió una cita de Marx. Escribió: “Otra vez siento bajo mis pies el costillar de Rocinante. Vuelvo a mi camino con mi adarga al brazo”.
Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará las estrellas que lo guían» (p.128).


La esclavitud, el racismo, la explotación o los movimientos sociales son también temas fundamentales en los que el autor sigue el orden cronológico desde la Prehistoria, pasando por la Antigüedad, el Medievo, la Edad Moderna y el Mundo Contemporáneo. Ésta última etapa es la que se lleva el grueso del libro, pues casi la mitad de sus páginas están dedicadas a los acontecimientos y personajes que dieron forma a la sociedad en la que vivimos. De manera que nos muestra,  a través de breves pinceladas, las revoluciones liberales, la industrialización, el surgimiento del capitalismo y el movimiento obrero, el Imperialismo, la Gran Guerra , el nazismo y Auschwitz, Lenin y el comunismo, la Gran Depresión, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial,  Churchill, la Guerra fría, Gandhi,  la Descolonización, el mundo tras la caída del muro de Berlín, y por supuesto, nos lleva al Nuevo Mundo. No en vano, la mayor parte de la obra de Eduardo Galeano está dedicada a la historia del continente americano desde que publicara, en 1971, su célebre libro, Las venas abiertas de América Latina.
Es impresionante la cantidad de datos que maneja. Ya nos avisa en la primera página de que no hay fuentes bibliográficas porque pronto se percató de que iban a ocupar más páginas que los propios relatos. Y sin embargo, es una de las cosas que echo en falta para poder profundizar en artículos tan buenos como éste:

El comandante que vino de lejos
«Brunete, verano de 1937: en plena batalla, un balazo parte el pecho de Oliver Law. 
Oliver era negro y rojo y obrero. 
Desde Chicago se había venido a pelear por la república española, en las filas de la Brigada Linconl. En la brigada, los negros no integraban un regimiento aparte. Por primera vez en la historia de los Estados Unidos, soldados blancos han obedecido las órdenes de un comandante negro.
Un comandante raro: cuando Oliver Law daba orden de ataque no contemplaba a sus hombres con prismáticos, sino que se lanzaba a la pelea antes que ellos. Pero raros son, al fin y al cabo, todos estos voluntarios de las brigadas internacionales, que no combaten por ganar medallas, ni por conquistar territorios, ni por capturar pozos de petróleo.
A veces Oliver se preguntaba: Si esta es una guerra entre blancos, y los blancos nos han esclavizado durante siglos, ¿qué hago yo aquí?¿qué hago yo, un negro, aquí?.
Y se contestaba: Hay que barrer a los fascistas. 
Y riendo, agregaba: Algunos de nosotros tendrán que morir haciendo este trabajo» (p.273).

No debe ser  fácil darse un paseo por historia de la humanidad en 350 páginas, sin embargo, creo que Galeano sale airoso del fabuloso reto. Quien quiera buscar grandes batallas, mejor que lo haga en otro lugar. Evidentemente, no es una historia académica y convencional, sino todo lo contrario. Es una historia de aquello que pocas veces nos encontramos en los libros de historia, y, además, escribe con una prosa poética, original, diferente a la que nos podemos encontrar en cualquier otro libro de historia. Seguro que más de un historiador le lanzó dardos envenenados cuando se publicó en 2008. En mi humilde opinión, Eduardo Galeano logró que el lector se hiciera una idea de cómo han sido las aventuras y desventuras de mujeres y hombres en su andadura por este pequeño planeta. Y lo más importante de todo, que disfrutara leyendo historia,  tirando de inteligencia, humor e ironía.

Espejos. Una historia casi universal, termina así:

Objetos perdidos
 «El siglo veinte, que nació anunciando la paz y la justicia, murió bañado en sangre y dejó un mundo mucho más injusto que el que había encontrado. 
El siglo veintiuno, que también nació anunciando paz y justicia, está siguiendo los pasos del anterior. Allá en mi infancia, yo estaba convencido de que a la luna iba a parar todo lo que en la tierra se perdía. Sin embargo, los astronautas no han encontrado sueños peligrosos, ni promesas traicionadas, ni esperanzas rotas. 
Si no están en la luna, ¿dónde están? 
¿Será que en la tierra no se perdieron?
¿Será que en la tierra se escondieron?» (p.339).

El 13 de abril de 2015 se apagó la voz única de Eduardo Galeano.
Nos dejó libros tan necesarios como éste.




Derecho al delirio de Eduardo Galeano.
Video realizado por Nerea Ganzarain, con música de "Bosques de mi Mente" y texto de Eduardo Galeano.
 


Con este "Derecho al delirio", Eduardo Galeano cierra otra de sus grandes obras, Patas arriba. La escuela del mundo al revés.