Hace años busqué este
libro por todas las librerías de la ciudad. Imposible. Estaba agotado y
descatalogado. No recuerdo quien me habló de él, ni por qué lo saqué prestado
de la biblioteca pública. Solo recuerdo que nada más leer los cinco primeros
poemas decidí que aquel libro tenía que ser mío. Una pequeña obra de arte.
Pequeña porque tan solo recogía veintitrés poemas que Cristina Morano había escrito entre 1994 y 1998. Era poesía sin
concesiones, impactante, desesperanzada, libre de cualquier sentimentalismo
al uso de esos que a veces la endulzan hasta
hacerla insoportable.
Entonces hice lo que nunca se debe hacer. Pasé el libro de
la biblioteca por la fotocopiadora. Salieron de la máquina trece páginas a
doble cara, páginas que releí, subrayé y anoté muchas veces hasta que, finalmente,
quedaron guardadas en una carpeta y colocadas en su lugar correspondiente de la
estantería. Habían adquirido la condición de libro de hecho. Tiempo después, se
unieron a la clandestinidad de estas tristes hojas, otros poemarios de la autora, como “El pan y la leche”, “El ritual de lo habitual” y
“Cambio climático”, que entraron en la estantería, esta vez sí, con todas
las de la ley.
Hace unos días, mientras vagabundeaba por la Librería La Candela, mi mirada se centró en un librito sin título en el lomo. Lo saqué del estante por curiosidad. Y ahí estaba,“Las
rutas del nómada” de Cristina Morano. Quince años después. Impecable, como si el
anterior propietario nunca lo hubiera abierto para comprobar qué había dentro. Lo abrí con cuidado, y me encontré con este poema. Como llegado de otra vida.
"El cielo es rojo todas
las mañanas,
cuando los estudiantes
vienen a vomitar
a los lavabos de sus
novias,
cuando los niños de la
calle Santa Rita
aprenden a distinguir
los policías
de los camellos, por
un guiño
del ojo o por un
pliegue de la ropa.
Pero antes de este
amanecer que pone
en guardia a los
insectos y a los taxis,
los padres han dormido
ajenos
al llanto de sus
hijos,
han salido los
yonkis a la calle
a dar tirones en los
bolsos
y los locos han
apuntado en su diario
que tenían los ojos
verdes.
Incluso tú
Te has despertado en
plena noche,
te has detenido a dos
segundos
de cualquier tipo de
suicidio
-seguro de que todo
continúa
exactamente igual después
de muerto-;
has comprobado que
esta noche,
los grifos no
funcionan,
y has bebido ginebra
pura
como si fuera agua;
te has quemado
la garganta y tu voz
no ha sido
la misma desde
entonces".
“Las rutas del nómada” se vino a casa.
Contento de tenerlo por fin,
lo coloqué en en estante. Lo observé
durante un buen rato.
Saqué las
fotocopias de la carpeta y antes de tirarlas a la basura, les eché el último
vistazo.
Comencé a leer:
"En 1994 espero ir al
cielo
porque he estado
demasiado tiempo
en el paro. Me levanto
muy temprano,
me seco con toallas
sucias,
se ha caído el vaso al
suelo
y él me ha llamado
zorra.
Sólo me quedaba un
amigo,
tranquilamente sentado
delante del televisor,
tenía metadona y
pasteles en su nevera.
Compró cigarrillos con
mi dinero,
después me dejó en la
calle.
Me echaron del trabajo,
otra vez estoy fuera
del sistema.
Si me ves por ahí y
quieres estar conmigo
sólo tienes que
invitarme a comer algo
pero si vas a besarme,
procura que tus labios
no estén fríos,
puede ser la última
vez que me veas
-esto fue lo que
aprendí.
Realmente he estado
tanto tiempo en el paro,
que en 1994 espero ir
al cielo,
y pasarme las horas
dormida
como las pasan los
ángeles de dios,
cuando se chutan el
caballo".
Las fotocopias volvieron al lugar que tanto tiempo habían ocupado.
«Y recuerda que no había otra opción —dijo Marc—. El
orden cronológico como criterio de reparto: en la planta baja, lo desconocido,
el misterio del origen, los instintos primarios, la curva donde todo puede
pasar; en resumen, las estancias comunes; el primer piso, se abandona un poco
al caos, comienza el lenguaje, el hombre desnudo se alza en silencio, o sea,
tú, Mathias. [...]
Ascendiendo un poco más por la escala del
tiempo—continuó Marc—, saltando sobre la Antigüedad, a punto de comenzar el
glorioso segundo milenio, los contrastes, las audacias y las penas medievales,
o sea, yo, en el segundo piso; luego, arriba, la degradación, la decadencia, el
experto en historia contemporánea, o sea, él —continuó Marc sacudiendo a Lucien
por el brazo—, en el tercer piso, cerrando con la vergonzosa Gran Guerra la
estratigrafía de la historia y la de la escalera; aún más arriba, mi padrino,
que vive el presente de esa manera tan particular».
Esta es la distribución del
caserón en que viven los protagonistas de Que se levanten los
muertos, primera novela de la trilogía de los Tres Evangelistas de la
escritora francesa Fred Vargas. Mi primera
lectura de la autora fue El hombre de
los círculos azules, con el comisario
Adamsberg como protagonista. Me gustó su originalidad y cuando un autor me
gusta ya no lo abandono, de manera que busqué información sobre Fred Vargas, y
vi que había escrito una trilogía de misterio protagonizada por tres
historiadores en paro que, además de investigar el pasado, juegan a ser detectives
en el presente. Empujado por una especie de conciencia de clase fui corriendo a
la librería a por la primera de las novelas. Se titulaba Que se levanten los muertos. Comencé a leerla y pronto sentí
simpatía por estos tres locos desamparados que intentan vivir del pasado en una
sociedad en la que el pasado cada vez está más lejos del presente, cada vez
interesa menos, cada vez está más olvidado.
Fred Vargas, historiadora
y arqueozoóloga, especialista en el medievo, igual que Marc Vandoosler, ha publicado varios
ensayos (no traducidos al castellano) sobre animales, alimentación y
enfermedades como la peste en la Edad Media. Estos ensayos son los únicos que
firma con su verdadero nombre, Fréderique
Audoin-Rouzeau. Su hermano Stéphane Audoin-Rouzeau
(el libro está dedicado a él), inspirador de Lucien Devernois, es también historiador,
especialista en la Gran Guerra, de modo que no es extraño que hiciera un
homenaje a esta disciplina con la creación de estos personajes..
Que se levanten los muertos fue publicada en 1995 tras el éxito de El hombre de los círculos azules (1991)
en la que aparece por primera vez el personaje que hará célebre a la autora, el
comisario Adamsberg. Fred Vargas decidió
abrir camino alternativo al del comisario, camino que completó con las dos novelas
siguientes, Más allá a la derecha (1996) y Sin hogar ni lugar (1997). Todas ellas fueron traducidas al
castellano y publicadas por la editorial Siruela
en el año 2007. Pronto se convirtieron en auténticos bestsellers, por lo que también
fueron publicados en la edición de
bolsillo de Punto de Lectura.
Los protagonistas de Que se levanten los muertos son tres
jóvenes sin trabajo, «con el agua al
cuello» (la autora lo recuerda infinidad de veces a lo largo de la novela),
que se trasladan a vivir a un desvencijado y viejo caserón («Cuatro pisos contando el desván, un jardín pequeño, en una calle
olvidada y en estado ruinoso: Lleno de agujeros por todas partes, sin
calefacción y con el servicio en el jardín con un picaporte de madera.
Entornando los ojos, una maravilla»), del centro de París situado en la
ficticia Rue Chasle, cercana a la no ficticia Rue Saint Jacques, a espaldas de la Sorbona y cercana al Jardín
de Luxemburgo. Son tres historiadores treintañeros que intentan sobrevivir pero
que no han perdido el entusiasmo por la Historia, una disciplina que,
evidentemente, no les proporciona una vida holgada. Son Marc, el medievalista,
Mathias, el prehistoriador y Lucien, el experto en La Gran Guerra. A ellos les acompaña el tío de Marc, el viejo Vandlooser,
un policía apartado del cuerpo por asuntos turbios. Es éste quien bautiza a los
historiadores como los Tres Evangelistas: San Marcos, San Lucas y San Mateo. Aunque pueda
parecer que tienen mucho en común, sus respectivas especialidades los sitúa en
campos totalmente diferenciados y les dibuja un carácter en consonancia con la
época de estudio elegida por cada uno.
Marc Vandoosler, el medievalista, es el que mayor
protagonismo tiene de los tres, especie de alter ego de la autora, que nos
acerca a él a través de un estilo indirecto libre que maneja magistralmente.
«Marc borró de un golpe rápido todo su dibujo.
Había destrozado su figura. Con un gesto de nerviosismo. No paraban esos gestos
de nerviosismo, de importancia rabiosa. Caricaturizar a Mathias era fácil. Pero
¿y él? ¿Qué era él sino uno de esos medievalistas decadentes, uno de esos
jovencitos morenos, elegantes, gráciles y resistentes, una suerte de
investigador de lo inútil, un artículo de lujo sin esperanzas, que vinculaba
sus sueños fracasados a unos cuantos anillos de plata, a visiones del año mil,
a campesinos que empujan el arado, muertos desde hace siglos, a una lengua
romance que a nadie importaba lo más mínimo, a una mujer que lo había dejado?
Marc levantó la cabeza. Al otro lado de la calle, un inmenso garaje».
Mathias Delamarre, el prehistoriador, el gran rubio cazador-recolector,
siempre indiferente a todo lo que pasó después del año 10000 antes de
Jesucristo, vive de vender carteles en la Estación de Chatelet y de hacer de negro en una editorial escribiendo novelas de
amor de ochenta páginas. Le gusta andar por la casa, cual hombre de las
cavernas, como dios le trajo al mundo, eso sí, con las sandalias puestas.
Lucien Devernois, el historiador de la Primera Guerra
Mundial, es el que mayor recelo causa en Marc y Mathias, tan alejados del
presente. Aunque para Mathias, desde su lejano mundo ágrafo, Edad Media y la Edad Contemporánea son la
misma cosa.
Lucien es capaz de
periodos de estudio en silencio enormemente largos y «a él le debían la tercera parte del alquiler y una generosidad
arrolladora que aportaba cada semana algún lujo extra al caserón. Pero también
era generoso en palabras y en juegos verbales. Peroratas militares irónicas,
excesos de toda clase, juicios mordaces. Era capaz de gritar durante una hora
por cualquier tontería. Marc estaba aprendiendo a dejar que las peroratas de Lucien
le entraran por un oído y le salieran por el otro. Lucien no era militarista en
absoluto. Perseguía, con rigor y resolución, el núcleo de la Gran Guerra sin
por atraparlo. Seguramente por eso gritaba».
Poco a poco va a ser la
terminología de Lucien la que se imponga. El espacio donde se desarrolla la trama es el propio barrio. A un lado del caserón vive la cantante de ópera ya
retirada, la griega Sophia Siméonidis junto a su marido. Este es el frente occidental. Al otro, en el frente oriental, vive la guapa Juliette Gosselin, dueña de una pequeña
taberna con forma de tonel llamada “Le
Tonneau” que se va a convertir en centro de operaciones de los
historiadores.
El otro de los grandes
protagonistas de la novela es, sin duda el viejo policía retirado que vive con
los tres historiadores en el caserón, Armand Vandoosler, tío-padrino de Marc.
El personaje va creciendo y su papel va ganando peso conforme avanza la novela. «Tenía, o eso le parecía, un aspecto
interesante (Sophia, observa a sus vecinos que acaban de trasladarse al
caserón a través de la ventana). De lejos
era el más guapo de los cuatro. Aunque fuera el más viejo. Sesenta o setenta
años. Parecía que de aquella boca fuera a salir una voz ronca, pero tenía, al
contrario, un timbre tan suave y bajo que Sophia aún no había podido captar una
palabra de lo que decía. Derecho, alto, como un capitán sin navío, no pegaba ni
golpe en las obras. Sólo supervisaba y ordenaba».
«¿Cómo había llegado hasta aquí? (se pregunta Vandoosler). Una sucesión de casualidades. Cuando pensaba en ella, su vida le
parecía un tejido coherente, y sin
embargo, hecho de impulsos no muy pensados, decididos en cada momento y que,
por tanto, podían haber sido de otra manera. Grandes ideas, proyectos vitales
sí que había tenido. Pero no había llevado a cabo ninguno. Ni uno. Siempre
había visto sus resoluciones más firmes desmoronarse ante la primera tentación,
sus compromisos más sinceros debilitarse a la menor ocasión, sus palabras más
entusiastas disolverse en la realidad. Así era. Se había acostumbrado a ello y
consideraba que no había nada que criticar. Le bastaba con vivir al día. Eficaz
y a menudo brillante en el momento, se veía perdido en el medio plazo».
La trama de la novela va
tomando cuerpo ya en la primera página cuando los habitantes del caserón se ven
involucrados en un extraño asunto. A su vecina Sophia le ha aparecido un árbol en
su jardín de la noche a la mañana, lo
cual la inquieta. Pronto va creciendo en su mente la idea de que ese árbol lo
ha plantado alguien para ocultar algo, tal vez un cadáver, lo que la lleva a
pedirles ayuda para que hagan una zanja y lo comprueben. El misterio aumenta
cuando es la propia Sophia la que desparece sin dejar rastro. Es entonces
cuando las neuronas de los tres historiadores y del viejo policía retirado se
ponen en funcionamiento para tratar de resolver el caso de la desaparición de
su vecina. Fred Vargas, como buena maestra del género, va dejando claves para
que el lector intente resolver el misterio. Una segunda parte vertiginosa nos
lleva a un desenlace inesperado, como no podía ser de otro modo. Todos aceptan
una hipótesis, incluido el lector, excepto la analítica mente de Marc que se
niega a aceptar esa verdad, por muchos indicios que le llevaran a ella, porque
para él, como buen historiador, todas las hipótesis deben ser refrendadas con
datos, con hechos objetivos.
Señala el periodista de El País, Guillermo Altares, en el prefacio a una
entrevista que le hizo a la autora francesa el 3 de noviembre de 2015 con motivo
de la publicación de su última novela Tiempos
de hielo, que las novelas de la escritora francesa Fred Vargas tienen una
enorme ventaja para los devoradores de novela negra: no se parecen en nada que
se haya leído hasta entonces y que se vaya a leer en el futuro. Tal vez exagera
si aplicamos la afirmación a esta novela. He echado en falta mayor protagonismo del contexto político y socioeconómico, o de una ciudad como París, que apenas si aparece. Es evidente que no era eso lo que quería mostrar Fred Vargas. Se
quería ceñir a la trama y a los personajes. Lo cierto es que es una novela ligera,
de lectura rápida, juvenil, desengrasante, de esas que no castigan demasiado a
las neuronas, a veces divertida y, sobre todo, muy entretenida.
Traducción de "Que se levanten los muertos", de Helena del Amo
84, Charing Cross Road de Helene
Hanff es un libro del que he leído y escuchado opiniones siempre favorables: que es una delicia, un libro de culto, una joya para bibliófilos, y cosas por
el estilo. Lo cierto es que nunca me había planteado ir a comprarlo, pero la
semana pasada (todavía me pregunto cómo) terminé con él en casa.
El viernes por la tarde
me pasé por la Librería Circus para
ver si tenían un libro sobre historia medieval que me interesaba desde hacía
tiempo. Nada más entrar, mis desobedientes
manos sacaron un ejemplar de la estantería sin que me percatara de ello. Me
dirigí a la sección correspondiente y anduve un buen rato mirando el lomo de
muchos de esos tomos, que me devolvían la mirada con cara de hastío a sabiendas
de que ninguno de ellos sería el elegido. Me di por vencido y me acerqué para preguntar
al librero, quien amablemente, tras consultar el catálogo, me informó de que en esos
momentos no lo tenían, pero que me lo podrían pedir a la editorial. Así que me
puse a pensarlo, y antes de responderle que no era necesario, la barba del
librero me dijo el precio del libro que llevaba en la mano derecha. La mano izquierda
reaccionó rápidamente sacando el
monedero del bolsillo, y la otra, la que llevaba el libro, tras depositarlo momentáneamente
en el mostrador, encontró un billete con el que pagó sin que le temblara el
pulso, y también sin consultarme. Cuando salí por la puerta de la librería,
pensando todavía dónde narices podría encontrar ese libro de historia medieval que
andaba buscando, leí el título del que acababa de comprar: 84, Charing Cross Road.
Lo más extraño es que
esa misma noche dejé un libro estupendo que llevaba a medio para comenzar a
leer a Helene Hanff. Antes de dormirme ya había leído más de la mitad de esta
obra que creía ficción y resultó ser realidad. Al día siguiente terminé las ciento
veintiséis páginas que la componen.
Helene Hanff, enfrascada en la lectura
El libro es un compendio
de la correspondencia entre la escritora y los trabajadores —especialmente con
el gerente Frank Doel—de librería
londinense Marks & Co., situada
precisamente en el 84 de Charing Cross Road, calle que da título al libro. Ese
intercambio epistolar se mantiene a lo largo de los veinte años en los que se
suceden las peticiones de libros por parte de Helene Hanff que, como buena
autodidacta, es una lectora incansable y curiosa. En total, son ochenta cartas que comenzaron
a cruzar el Atlántico el 5 de octubre de 1949 y terminaron de hacerlo el 11 de
abril de 1969. La última, la número ochenta y uno, fechada en octubre de 1969, forma
parte del epílogo.
En ellas se puede ver cómo,
a partir de la crítica o alabanzas los libros que le van llegando, se afianza la
amistad entre Helene Hanff, que tiene un talante divertido y desenfadado, y
Frank Doel que apenas se atreve a salir de su corrección británica. Aunque no
se conocen personalmente, llega un momento en que parece que Helen y Frank son amigos de
toda la vida.
A este intercambio de
misivas se suman otros trabajadores de la librería (Cecily Farr y Megan Wells),
la esposa de Frank, Nora, o incluso la vecina de ésta, la anciana Mary Bulton, todos ellos conmovidos por la generosidad de la
escritora que les envía paquetes de alimentos que son imposibles de encontrar
en la Inglaterra de posguerra con la escasez y el
racionamiento impuesto por el gobierno.
Frank Doel, junto a su esposa Nora y sus hijas.
Además de la crónica
conmovedora de una amistad (hay quien intuye algo más) entre dos personas que viven a miles de kilómetros
de distancia, 84, Charing Cross Road es también la pequeña historia de los cambios que en ese tiempo tuvieron lugar
en el mundo. Porque aparte de los libros, los escritores o las ediciones, las
cartas que vuelan de una punta a otra del Atlántico vía correo postal, contienen
detalles de la historia, como la coronación de Isabel II;de la política, como las elecciones en las Frank Doel es
partidario de que gane Churchill confiando en que ponga fin al racionamiento; o
de la sociedad, en la que hace su aparición un fenómeno de masas como la música
pop, con The Beatles como punta de
lanza.
Una de las cosas que más
me han impresionado de Helene Hanff es su férrea voluntad de ser escritora
partiendo de cero. Con veinte años, sin
un dólar en el bolsillo y sin haber finalizado los estudios universitarios, se
instaló en Nueva York en 1936, en plena Gran Depresión (ese mismo año se estrenó
en los cines Tiempos Modernos, de Chaplin) con la firme determinación de
vivir de la escritura. Lo intentó con el teatro, y a lo largo de su vida
escribió más de veinte obras, pero jamás vio representada una de ellas sobre el
escenario. En una interesante entrevista para la BBC en el año 1981, traducida por la periodista Miriam Molero, cuenta entre risas:
“Yo estaba perseguida por el hecho de que no tenía
educación y que quería ser una escritora, quería escribir obras de teatro y no
me daba cuenta de que había un problema en el hecho de que no me gustara leer
teatro”.
Sin embargo nunca se
dio por vencida, y salió adelante adaptando guiones para
televisión del escritor/ escritores de novela negra Ellery Queen, o una historia de los Estados Unidos para niños, o
artículos para la revista New Yorker
o Harper’s Magazine. También
escribió una autobiografía y una guía sobre su querida Nueva York.
Como se observa en 84, Charing Cross Road, a Helene no le
gusta la ficción, como señala el 9 de febrero de 1952: “jamás he conseguido interesarme por cosas
que sé que jamás les ocurrieron a personas que nunca han vivido”. Por eso
casi todos sus pedidos son biografías, clásicos de la antigüedad, ensayos literarios,
diccionarios, diarios, cartas, y poesía. Encargó y recibió más de una treintena
de libros. Los ensayos de Hazlitt, de
Stevenson, de Leigh Hunt, de Walter Savage
Landor, de Chesterfield y de Goldsmith; la poesía de Wyatt y de Johnson (le parece que Keats
o Shelley gimotean cuando hablan de
amor). Estos últimos los pide en “libro de pequeño
formato para poder metérmelo en los bolsillos de los pantalones y llevármelo a
Central Park”; La universidad ideal, de Newman; La ruta del peregrino, de Quiller-Couch; un Nuevo Testamento de la Vulgata; las Vidas, de Walton; las obras de Cátulo,
de Horacio, de Safo y de Platón; El Diario de Sam Pepys; una Antología
del aficionado a los libros; los Cuentos
de Canterbury, de Chaucer; la
poesía completa de John Done y de William Blake, El viaje a América; de Alexis
de Tocqueville; El lector común, de Virginia Woolf; el libro
ilustrado El viento entre los sauces, de Kenneth Grahame; Diario de una dama provinciana, de E.M. Delafield y las 0bras completas del duque
de Saint Simon.
Hay excepciones. Es
imposible que una lectora voraz como Helene Hanff no caiga en las redes de la
ficción, de modo que su opinión sobre la novela cambia a partir de la lectura
de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen y de Tristam Shandy, de Laurence Sterne. Estas son las dos
únicas novelas que encarga emocionada a la librería. Y lo hace después de
haberlas leído, porque Helene Hanff tiene la costumbre de de leer los libros prestados
de la biblioteca pública antes de comprarlos, como señala en la misma carta del
9 de febrero: "va contra mis principios
comprar un libro que no he leído previamente: es como comprar un vestido sin
probártelo...”
La escritora dice
adquirir los libros para releerlos (aquellos de una sola lectura,
los tira o los regala) aunque yo creo que además los compra para que le hagan
compañía en ese pequeño apartamento del 14 East 95th Street,
junto a Central Park, en el que vivió
hasta 1956. El 10 de abril de 1950, escribe: “Visto
jerséis apolillados y pantalones de lana, porque donde vivo no encienden la
calefacción durante el día. Es una casa de cinco ladrillos de piso oscuro;
todos los demás inquilinos salen para el trabajo a las 9 de la mañana y no
regresan hasta las 6..., ¿por qué va a calentar el propietario todo el edificio
por una simple lectora/escritora de guiones, que trabaja en casa en la planta
baja?"
El 1 de septiembre de
1956 cambia de apartamento y se va a vivir a un estudio de dos piezas en la 2ª
Avenida. Las últimas cartas las recibe ahí, en el305 East 72nd Street. En la actualidad ese edificio lleva el nombre de 84, Charing Cross Road en honor a su
ilustre inquilina.
sos piezas en LA 2´gunda aveni va a
?. ficio por una simple lectora/escritora de guinoes que 19Una de las claves del éxito que tuvo, y sigue
teniendo, esta relación epistolar, es que
los libros y las librerías son los verdaderos protagonistas.
En la carta fechada el 3 de noviembre de 1949, Helene escribe:
“Los libros llegaron bien, y el de Stevenson es tan bello que hasta
abochorna un poco a mis estanterías hechas con cajas de naranjas. Casi temo
tocar esas páginas de tacto tan suave que semejan pergamino y de un fuerte
color crema. Acostumbrada al blanco apagado y a las cubiertas de cartón rígido
de los libros americanos, jamás supuse que un libro así pudiera proporcionar un
placer tan gozoso al sentido del tacto”.
Maxine, amiga de Helene que viaja a Londres (ella no se decide nunca a hacerlo a
pesar de que la invitan continuamente), le describe la librería Marks & Co.
en una carta fechada el 10 de septiembre
de 1951.
“¡Es una tiendecita antigua y encantadora, que
parece salida directamente de las páginas
de una novela de Dickens!
¡Te chiflará cuando la veas!
Tienen fuera unos expositores, y me paré a hojear
unas cuantas cosas simplemente para sumir la apariencia de una amante de los
libros antes de pasar al interior. Dentro está oscuro: hueles los libros antes
de poder verlos; un olor de los más agradable. No soy capaz de describírtelo,
pero es una combinación de moho, polvo y vejez, de paredes revestidas de madera
y suelo entarimado. Hacia el fondo de la tienda, a la izquierda, hay un
escritorio con una lámpara de estudio encima. Frente a él estaba sentado un
hombre de unos cincuenta años, con nariz a lo Hogarth...”
Incluso, en una carta
remitida por la propia librería el 15 de
enero de 1952, le dicen cómo limpiar algunos de los libros:
“Le aconsejaríamos que empleara jabón normal y
agua. Ponga una cucharadita de carbonato sódico en medio litro de agua templada
y emplee una esponja enjabonada. Creo que con esto retirará la suciedad;
después puede abrillantarlo con un poco de lanolina”.
Helene Hanff junto a su inseparable máquina de escribir
Mi impresión: una joya,
una delicia, un libro lleno de amistad, cariño, solidaridad, comprensión y agradecimiento. Un libro lleno de libros. Me entusiasmó tanto, que le di una
segunda vuelta, sin pereza (es un libro corto), lápiz en mano. Esta obra (no
ficticia, faltaría más) que publicó Helene Hanff en 1970, la única que,
paradojas de la vida, la hizo célebre (se adaptó al teatro y posteriormente al
cine, con éxito), gustará seguro a todos
los que adoran el libro como objeto de veneración, a los coleccionistas de
libros, a los que tienen una biblioteca en casa y cada día los mueven de sitio
para que no se aburran (los libros), a los que se les para el tiempo cuando
entran a una librería de viejo. A todos les encantará, 84, Charing Cross Road.
Traducción de 84, Charing Cross Road, de Javier Calzada
El mes pasado participé en el mes de la novela clásica que organizaba el blog “Libros que hay que leer” y tengo la sensación de que me supo a poco, así que voy a seguir leyendo clásicos en la “I Edición del Reto Nos gustan los clásicos” que organiza Francisco del blog “Un Lector Indiscreto”.
El reto consiste en leer y reseñar a lo largo del año 2017 cinco títulos considerados clásicos. Y en dicho reto se consideran clásicos aquellas obras que perduran en el tiempo y son leídas por varias generaciones. Por lo demás, los participantes pueden elegir la obra que quieran dejando a su criterio la consideración de clásico. La única condición que se exige es que dicha obra se haya publicado antes de 1990.
Tengo muchas novelas pendientes de leer que podrían encajar en este reto, así que será estupendo participar. Muchos de estos libros llevan bastante tiempo en la estantería esperando pacientemente su turno. 2017 será su año.
Llevaba varios meses
detrás de esta novela, concretamente desde que escuché a Julia Montejo en una entrevista radiofónica en la que hablaba de uno
de los acontecimientos que se narran y del proceso de documentación del mismo. Se
me quedó grabado porque lo desconocía por completo. Se trata de la matanza de un
grupo de balleneros vascos en tierras de Islandia a principios del siglo XVII.
Poco
después, el azar quiso que escuchara un estupendo documental sonoro de Documentos RNE sobre los balleneros vascos en el que se
abordaba la importancia socioeconómica de esta actividad desde la Edad
Media hasta el siglo XVII. Me dio el último empujón la reseña que leí en el
blog La lluvia literaria, así que fui a la librería a comprar Lo que tengo que contarte y me puse
manos a la obra con la lectura.
La novela tiene ritmo y
la leí en un par de tardes. En ella encontré
luces y alguna que otra sombra, con momentos en que me pareció consistente y otros, los menos, en los que tuve la sensación de que
flaqueaba. En una ocasión a punto estuve de naufragar pero la cosa no pasó a mayores y finalmente
llegué a buen puerto. Y contento de haber llegado porque una vez allí fui consciente de que había disfrutado del viaje.
La mejor manera de
terminar una novela es en la primera página de la segunda vuelta. Si me ha gustado la lectura no cierro el libro
cuando llego al final, sino que regreso al principio porque sé que en el íncipit me voy a reencontrar con muchas
de las claves de la historia. Eso es lo que me ocurrió con este
libro, que me gustó y regresé a la primera página, y efectivamente, ahí estaban ya marcados los temas centrales de la novela: la
búsqueda de la felicidad, la memoria, el inconformismo, la locura o el amor.
Lo que tengo que contarte de Julia Montejo comienza así:
«Amalia no estaba cuerda. O eso decían. Pero ella
solo se sentía atrapada, confinada en una estrecha realidad de muros
imponentes. Eso no significaba que estuviera loca, se repetía una y otra vez
cuando las voces en su interior le exigían seguir buscando, no conformarse con
la mediocridad a la que parecemos abocados en esa carrera perdida contra la
vida. Para ella, los locos eran los demás, aquellos que se malograban con
parejas que no amaban, con trabajos que aborrecían, con amigos que no lo eran.
También los que proclamaban las bondades de la soltería y los que insistían
hasta la saciedad en que una mujer o un hombre no necesitan a otra persona a su
lado para ser felices. Patrañas. Amalia sabía que para creer en la felicidad
tenías que sentirte completo, y que el verdadero amor no nacía de un encuentro
sino de un reencuentro. Estaba escrito en su memoria. Hacía muchos años que
ella había elegido su manera de vivir, o mejor dicho, de buscar».
Asier vive en Donosti, ronda los treinta años y es un escritor que no escribe
porque no tiene una historia que contar. Un día ve a una mujer que se adentra
en el mar cerca del Peine del Viento de
Chillida y piensa que va a suicidarse.
Es ahí cuando conoce a Amaia Mendaro,
una chica muy especial que comienza a contarle una historia sobre los recuerdos
que tiene de una vida pasada, una vida que vivió a principios del siglo XVII
cuando se llamaba Amalur Mendaro. Asier,
en principio duda, pero finalmente comienza a escribir esa historia al tiempo
que se va enamorando de ella. Poco después descubre que está en tratamiento
psiquiátrico desde la muerte de sus padres y de su hermana en un accidente de
avioneta. Escribir esa historia se va a convertir en su máximo objetivo y en la
tabla de salvación de Amaia.
Julia Montejo, construye
la novela utilizando frases cortas para que el lector no se detenga en ningún momento,
y la estructura en 78 capítulos, también cortos, en los que alterna, con un
narrador omnisciente, la relación entre Asier y Amaia, con el relato que el
propio Asier va escribiendo en primera persona sobre las aventuras de Amalur
Mendaro en el año 1615.
Poco a poco es el viaje de
Amalur el que se va imponiendo en la narración, de manera que conocemos la vida
de esta mujer joven que vive con su padre y sus hermanos en una aldea de los
montes vascos. Tras ser violada por su prometido, con el que no quiere casarse,
decide abandonarlo todo para huir lejos en busca de una nueva vida. Su fiel
amigo Íñigo la acompañará en su
huida. Ambos llegan a la costa y consiguen embarcarse en un ballenero que se dirige
a las costas de Islandia para lo que Amalur habrá de hacerse pasar por hombre.
Y así, disfrazada de grumete, tendrá de superar un sinfín de dificultades para
que no la descubran. Hasta que el ballenero llega a Islandia donde, lo que
comienza con buenas perspectivas para los balleneros vascos, terminará en desastre tras la orden de un
magistrado islandés llamado Ari Magnusson que llevará al asesinato de treinta y
dos de los tripulantes de la embarcación. Amalur Mendaro jugará entonces un papel fundamental.
En esta novela Julia
Montejo rescata a personajes que fueron protagonistas del suceso como Pedro de Aguirre, Esteban de Tellaría o Ari
Magnusson y los coloca en torno a la
historia de Amalur Mendaro, la historia de cómo una mujer valiente es capaz de
sobrevivir en un mundo de hombres rudos, capaces de cazar ballenas a cuarenta
bajo cero.
Aunque no soy dado a
meterme en camisas de once varas, y menos aún a enmendar la plana a nadie, voy
a hacer una excepción con el joven Asier. Y es que, cuando narra la llegada de Amalur
Mendaro y su inseparable Íñigo al puerto para intentar embarcarse, escribe:
«Oímos un altercado entre el armador y un
uniformado de la Corona. El hombre se queja de que el año pasado le embargaron
la nave. Su embarcación está lista para partir. Le suplica que acuda a otros o
que espere a septiembre, cuando hayan regresado. Desde el desastre de Trafalgar,
cada vez que el monarca entra en guerra, echa mano de sus barcos. Están
hartos».
La crítica de los abusos
de la corona está más que justificada, pero, cuando llegan al puerto, corre el
año 1615, y el desastre de Trafalgar ocurriría ciento noventa años después.
Imagino que Asier quería referirse a la derrota de la Armada Invencible ocurrida veintisiete años atrás, pero, en fin, un pequeño lapsus como éste lo tiene cualquiera,
y más aún cuando se escribe enamorado como le ocurre a él. Al fin y al cabo, en
ambas batallas el resultado fue similar y la flota española salió mal parada. Quiero
pensar que Amaia, Licenciada en Historia y Literatura, será quien haga la
corrección oportuna cuando lea el borrador de lo que su querido Asier ha
escrito.
Ayer se cumplieron veintiún años de la muerte de Carmen Conde,
prolífica escritora que nació en Cartagena en 1907.
Si uno se da un paseo por
las calles del casco viejo de esta milenaria ciudad, es probable que se
encuentre con la escultura en bronce de una mujer sentada en un banco con las
piernas cruzadas y con un libro sobre el regazo que está a punto de abrir. Es
ella, Carmen Conde.
Así fue como descubrí a
esta escritora, sentándome a su lado. Puede que antes hubiera pasado por mis
manos algún viejo ejemplar suyo en alguna librería de ocasión, porque lo cierto
es que su nombre me era familiar. Fue el tenerla ahí, sentada a mi lado, lo que
rescató ese nombre del fondo de mi memoria y me llevó a investigar sobre esta mujer de
rostro inteligente, amable y risueño.
De modo que me puse manos
a la obra, y lo primero que leí sobre Carmen Conde fue que, a partir de 1978, ocupó el sillón K de la Academia Española
de la Lengua, siendo la primera mujer en entrar en tan vetusta institución. Tenía
72 años y llevaba toda la vida escribiendo, sobre todo
poesía, pero también ensayo, cuento y novela.
En
1931, se casó con el poeta Antonio Oliver, muy relacionado con los escritores
de la Generación del 27 (a su boda asistieron como invitados Miguel Hernández y
su amigo Ramón Sijé).
Colaboró en las misiones pedagógicas
de la Segunda República junto a María Moliner. Poco después, en Madrid, conoció
a otros grandes escritores, como Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró o VicenteAleixandre, en cuya
casa vivió de inquilina junto a su marido tras la guerra civil. Ambos
habían estado en el bando republicano pero, a diferencia de otros intelectuales,
no se exiliaron. Antonio Oliver estuvo preso y Carmen Conde estuvo cerca de terminar también en
prisión. La guerra cambió sus vidas, pero no su pasión por la literatura, pasión que
la llevaría a publicar cerca de un centenar de obras.
Unos días después de aquel encuentro en Cartagena con Carmen Conde,
perdiendo el tiempo en una librería de viejo, encontré una novela suya titulada
“Creció espesa la yerba”, así que me
la llevé a casa. Es una novela que
terminó de escribir con 67 años, en su querida Ribera de San Javier, en el Mar
Menor. Corría el año 1974, pero sería publicada por la editorial Planeta en
1979.
Comienza así:
“Exactamente, cambiando las ropas, es como ella
fue; una muchachita de unos dieciocho o veinte años, rubianca, de estatura
mediana, delgaducha, pero con cierta gracia. Va vestida como casi todas:
pantalón tejano, blusita blanca, zapatos deportivos, sin medias; y una mochila
mediana, cuadrada, que cuelga liviana de uno de sus hombros. El pelo semilargo;
unos grandes ojos claros intactos que ansían poblarse de imágenes distintas.
Está a un lado de la carretera y no hace señas a ningún coche. Espera
sencillamente.
Va disminuyendo la velocidad, curiosa, hasta
detenerse ante ella que la contempla tranquila”.
La que conduce es Laura,
una mujer de unos cincuenta años, que regresa desde de Madrid en coche a su
tierra para pasar unos días en la playa. Por el camino recoge a María, una
joven que hace autoestop. Durante el trayecto le cuenta los motivos de su huida.
María vive con su hermana Isabel y su marido Santiago, del que siempre ha
estado enamorada. Un día Santiago intenta seducirla por lo que ella decide
poner tierra de por medio porque no sabe qué debe hacer.
La novela está
estructurada en capítulos cortos que alternan la angustiosa historia de María
viviendo bajo el mismo techo que su enamorado y que su hermana Isabel, con
otros en los que Laura que intenta ayudar a la joven a tomar una decisión.
A mitad de la novela aproximadamente,
comienzan a aparecer una serie de señales que nos llevan a pensar que Laura y María
son la misma persona en diferentes momentos de su vida, señales que cada vez se
hacen más evidentes. En realidad, nada ha ocurrido. Todo ha sido una especie de
sueño en el que Laura, en su madurez, rescata de su memoria un episodio
doloroso de su juventud. Y en este episodio se contraponen las opiniones de la
madurez de Laura y de la juventud de María. “Es
el desgarramiento mortal del enfrentamiento de la conciencia con la
inconsciencia. A su memoria revierten palabras leídas, como músicas
identificables: Creció espesa la yerba sobre la tumba de mi juventud”. Estas
palabras que escribiera Alexandre Solzhenitsin en “Archipiélago Gulag” esconden la clave de esta novela de Carmen
Conde, en la que, a través de una compleja estructura (tal vez demasiado
enrevesada), la protagonista llega a ser consciente de cómo el paso del tiempo
lo arrasa todo.
“Y Laura se dice que nada, que no queda nada de
nada. Vivir, desear, tener, dejar, evocar…, no son nada un día, este suyo de
hoy”.
Espejos. Una Historia
casi universal, es el título de uno de mis libros de cabecera. Literalmente.
Es uno de esos libros que nunca está en el lugar que le
corresponde en la estantería. Cuando lo busco allí, nunca lo encuentro, de hecho, es él quien me suele encontrar a mí. Ya lo hizo el día en que eligió cambiar de vida y de hemisferio, y venirse
conmigo al Viejo Mundo desde su Argentina natal. Ocurrió el 31 de julio de
2008, un día invernal, gris y lluvioso, en el Aeroparque de Buenos Aires. El librito, aficionado a las aventuras
novelescas, aprovechó la erupción del volcánChaitén en Chile y la consiguiente cancelación del vuelo que íbamos
a tomar para meterse en mi maleta; él sabía (no sé como lo averiguó) que yo tenía por delante veinticuatro largas
horas de autobús para prestarle toda mi atención. Desde entonces, no nos hemos separado. Es un libro con vida propia, que se mueve misteriosamente de
un lado a otro. En casa le gusta mucho el dormitorio y tiene la fea costumbre
de esconderse debajo de la almohada, aunque muchas mañanas lo sorprendo en la
cocina, al lado de la tetera roja. El baño es uno de sus lugares favoritos, aunque
no sé que hace ahí. Creo que me está pidiendo a gritos nuevas experiencias,
como que lo lea bajo la ducha, como hacía
el poeta Mario Santiago con los
libros que le dejaba Roberto Bolaño.
De momento no le voy a dar el capricho porque lo no veo descontento tal y como
está. Lo que menos le gusta es la sala de estar, y pienso que es debido a que
no se lleva bien con el televisor, al que considera un estúpido mimado. A veces, decide darme una alegría y
acompañarme al trabajo, donde, el muy sinvergüenza, ya se ha hecho un hueco
entre mis compañeros. Es un libro listo,
inquieto y rebelde al que no le agrada hibernar como a otros. Y lo mejor de
todo es que siempre está de buen humor. Lo mismo que le ocurría a su autor, el
escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Espejos es un libro escrito en forma de breves artículos
con la inconfundible voz de Galeano, una voz literaria, a veces poética, y
siempre crítica, que hace que cada uno de estos casi seiscientos artículos sea
una pequeña delicia.
El libro comienza en el origen de todo, en el origen de la
vida y del hombre.
El segundo relato dice así:
Caminos de alta fiesta
«¿Adán y Eva eran negros?
En África empezó el viaje humano en el mundo.
Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta.
Los diversos
caminos fundaron los diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de
colores.
Ahora las mujeres y los hombres,
arcoíris de la tierra, tenemos más colores que el arcoíris del cielo; pero
todos somos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del
África.
Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo
produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos
remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y
nuestras piernas eran el único pasaporte exigido» (p.1).
Los hombres y mujeres de la Prehistoria vivieron de un lado
a otro durante miles de años, hasta que dejaron de hacerlo porque ya no era
necesario moverse tanto para poder sobrevivir. Aprendieron a controlar la
naturaleza. Con la agricultura y la ganadería llegó la propiedad privada, y
poco después la civilización, con la consiguiente división del trabajo, el
Estado y la escritura.
Sobre la Fundación de la escritura, escribe:
«Cuando Irak aún no era Irak, nacieron allí las primeras
palabras escritas.
Parecen huellas de pájaros. Manos maestras las dibujaron,
con cañitas afiladas, en la arcilla.
El fuego , que había cocido la arcilla,
las guardó. El fuego, que aniquila y salva, mata y da vida: como los dioses,
como nosotros.
Gracias al fuego, las tablillas de barro nos siguen contando,
ahora, lo que había sido contado hace miles de años en esa tierra entre dos
ríos.
En nuestro tiempo, George W. Bush, quizá convencido de que la escritura
había sido inventada en Texas, lanzó con alegre impunidad una guerra de exterminio
contra Irak. Hubo miles y miles de víctimas, y no sólo gente de carne y hueso.
También mucha memoria fue asesinada. Numerosas tablillas de barro, historia
viva, fueron robadas o destrozadas por los bombardeos.
Una de las tablillas
decía: "Somos polvo y nada. Todo cuanto hacemos no es más que viento»(p.9).
En su viaje por el tiempo, Galeano se detiene, sobre todo,
en un parte de la historia olvidada por la historiografía: la historia de las relaciones de género. Nos habla de Hatshepsut, de las Amazonas, de las
mujeres mexicanas, egipcias, hebreas, hindúes, chinas, griegas y romanas, de
cómo se fue imponiendo en estos lugares una sociedad patriarcal y machista
en la que eran relegadas al ámbito doméstico, siempre
menores de edad, convertidas en propiedad privada de los hombres, primero de
sus padres varones, después de sus esposos y por último de sus hijos, también
hombres.
Fundación del machismo
«Zeus castigó la traición
de Prometeo creando a la primera mujer. Y nos mandó el regalo.
Según los poetas
del Olympo, ella se llamaba Pandora, era hermosa y curiosa, y más bien
atolondrada. Pandora llegó a la tierra con una gran caja entre los brazos.
Dentro de la caja estaban, prisioneras, las desgracias. Zeus le había prohibido
abrirla; pero apenas aterrizó entre nosotros, ella no pudo aguantar la
tentación y la destapó. Las plagas se echaron a volar y nos clavaron sus
aguijones.
Y así llegó la muerte al mundo, y llegaron la vejez, la enfermedad,
la guerra, el trabajo…
Según los sacerdotes de la Biblia, otra mujer, llamada
Eva, creada por otro dios en otra nube, también nos trajo puras calamidades» (p.34).
El libro habla (tiene ese don) de los orígenes del machismo,
pero también de mujeres inquietas que no se resignaron a aceptar ese estado de
cosas, y con su lucha intentaron romper las cadenas; y nos cuenta cómo lo hicieron mujeres como Hipatia de Alejandría, la
esclava Harriet, Olympia de Gouges,
Mariana Pineda, Concepción Arenal, Victoria Kent, Flora Tristán, Marie Curie,
Rosa
Parks o Fátima Mernissi , entre
otras muchas.
La historia de la humanidad es amarga y está repleta de guerras
e injusticias, y Galeano da buena cuenta de ello, pero también el ser humano ha
dejado belleza a su paso creando grandes obras de arte, de modo que no se
olvida de la literatura, la pintura o la música con relatos dedicados a El Bosco, Vivaldi, Mozart, Goya,Beethoven, Van Gogh, Munch o Picasso, Homero, Molière, Jonathan Swift, Víctor Hugo
, Walt Whitman, la hermanas Brönte, Oscar
Wilde o Fernando Pessoa.
Algunos, como Baudelaire, Kypling o Flauvert
no salen bien parados en los párrafos que les dedica. Otros como Emily Dickinson, Mark Twain o Franz Kafka
aparecen mucho mejor retratados. Y en una historia universal de casi todo no
podían faltar unas líneas dedicadas a Miguel
de Cervantes.
Don Quijote
«Marco Polo había
dictado su libro de las maravillas en la cárcel de Génova.
Exactamente tres
siglos después, Miguel de Cervantes, preso por deudas, engendró a don Quijote
de la Mancha en la cárcel de Sevilla. Y esa fue otra aventura de libertad
nacida en prisión.
Metido en su armadura de latón, montado en su rocín
hambriento, don Quijote parecía destinado al perpetuo ridículo. Ese loquito se
creía personaje de novela de caballería y creía que las novelas de caballería
eran libros de historia. Pero los lectores, que desde hace un siglo no reímos
de él, nos reímos con él.
Una escoba es un caballo para el niño que juega,
mientras el juego dura, y mientras dura la lectura compartimos las
estrafalarias desventuras de Don Quijote y las hacemos nuestras. Tan nuestras
las hacemos que convertimos en héroe al antihéroe, y hasta le atribuimos lo que
no es suyo. “Ladran, Sancho, señal que cabalgamos” es la frase que los
políticos citan con más frecuencia. Don Quijote jamás la dijo.
El caballero de la
triste figura llevaba más de tres siglos de malandanzas por los caminos del
mundo, cuando el Che Guevara escribió su última carta a sus padres. Para decir
adiós, no eligió una cita de Marx. Escribió: “Otra vez siento bajo mis pies el
costillar de Rocinante. Vuelvo a mi camino con mi adarga al brazo”.
Navega el navegante,
aunque sepa que jamás tocará las estrellas que lo guían» (p.128).
La esclavitud, el racismo, la explotación o los movimientos
sociales son también temas fundamentales en los que el autor sigue el orden
cronológico desde la Prehistoria, pasando por la Antigüedad, el Medievo, la
Edad Moderna y el Mundo Contemporáneo. Ésta última etapa es la que se lleva el
grueso del libro, pues casi la mitad de sus páginas están dedicadas a los
acontecimientos y personajes que dieron forma a la sociedad en la que vivimos.
De manera que nos muestra, a través de
breves pinceladas, las revoluciones liberales, la industrialización, el surgimiento
del capitalismo y el movimiento obrero, el Imperialismo, la Gran Guerra , el
nazismo y Auschwitz, Lenin y el
comunismo, la Gran Depresión, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra
Mundial, Churchill, la Guerra fría, Gandhi, la Descolonización, el mundo tras la caída
del muro de Berlín, y por supuesto, nos lleva al Nuevo Mundo. No en vano, la
mayor parte de la obra de Eduardo Galeano está dedicada a la historia del
continente americano desde que publicara, en 1971, su célebre libro, Las venas abiertas de América Latina.
Es impresionante la cantidad de datos que maneja. Ya nos
avisa en la primera página de que no hay fuentes bibliográficas porque pronto
se percató de que iban a ocupar más páginas que los propios relatos. Y sin
embargo, es una de las cosas que echo en
falta para poder profundizar en artículos tan buenos como éste:
El comandante que vino de lejos
«Brunete, verano de
1937: en plena batalla, un balazo parte el pecho de Oliver Law.
Oliver era
negro y rojo y obrero.
Desde Chicago se había venido a pelear por la república
española, en las filas de la Brigada Linconl. En la brigada, los negros no
integraban un regimiento aparte. Por primera vez en la historia de los Estados
Unidos, soldados blancos han obedecido las órdenes de un comandante negro.
Un comandante raro:
cuando Oliver Law daba orden de ataque no contemplaba a sus hombres con
prismáticos, sino que se lanzaba a la pelea antes que ellos. Pero raros son, al
fin y al cabo, todos estos voluntarios de las brigadas internacionales, que no
combaten por ganar medallas, ni por conquistar territorios, ni por capturar
pozos de petróleo.
A veces Oliver se
preguntaba: Si esta es una guerra entre blancos, y los blancos nos han
esclavizado durante siglos, ¿qué hago yo aquí?¿qué hago yo, un negro, aquí?.
Y se contestaba: Hay
que barrer a los fascistas.
Y riendo, agregaba: Algunos de nosotros tendrán que
morir haciendo este trabajo» (p.273).
No debe ser fácil darse
un paseo por historia de la humanidad en 350 páginas, sin embargo, creo que Galeano sale airoso del fabuloso
reto. Quien quiera buscar grandes batallas, mejor que lo haga en otro lugar. Evidentemente,
no es una historia académica y convencional, sino todo lo contrario. Es una
historia de aquello que pocas veces nos encontramos en los libros de historia,
y, además, escribe con una prosa poética, original, diferente a la que nos podemos encontrar en cualquier otro libro de historia. Seguro que más de un historiador le
lanzó dardos envenenados cuando se publicó en 2008. En mi humilde opinión, Eduardo
Galeano logró que el lector se hiciera una idea de cómo han sido las aventuras
y desventuras de mujeres y hombres en su
andadura por este pequeño planeta. Y lo más importante de todo, que disfrutara
leyendo historia, tirando de
inteligencia, humor e ironía.
Espejos. Una historia casi universal, termina así:
Objetos perdidos
«El siglo veinte, que nació anunciando la paz y
la justicia, murió bañado en sangre y dejó un mundo mucho más injusto que el
que había encontrado.
El siglo veintiuno, que también nació anunciando paz y
justicia, está siguiendo los pasos del anterior. Allá en mi infancia, yo estaba
convencido de que a la luna iba a parar todo lo que en la tierra se perdía. Sin
embargo, los astronautas no han encontrado sueños peligrosos, ni promesas traicionadas,
ni esperanzas rotas.
Si no están en la luna, ¿dónde están?
¿Será que en la
tierra no se perdieron?
¿Será que en la tierra se escondieron?» (p.339).
El 13 de abril de 2015 se apagó la voz única de Eduardo Galeano.
Nos dejó libros tan necesarios como éste.
Derecho al delirio de Eduardo Galeano.
Video realizado por Nerea Ganzarain, con música de "Bosques de mi Mente" y texto de Eduardo Galeano.
Con este "Derecho al delirio", Eduardo Galeano cierra otra de sus grandes obras, Patas arriba. La escuela del mundo al revés.