jueves, 28 de diciembre de 2017

Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg




Termino de leer el libro de Natalia Ginzburg titulado Las pequeñas virtudes. Es un libro que reúne once ensayos que fueron publicados en revistas y periódicos entre los años 1944 y 1961, los cuales fueron recopilados por primera vez en 1962 y reeditados posteriormente en 1983. Esta última edición es la que publicó la editorial Acantilado en 2002.

Natalia Levi, nació en Palermo en 1916. A su familia, laica y de orígenes judíos, le tocó sufrir el fascismo, implantado en Italia desde que Mussolini se hiciera con el poder en 1922. En el año 1938 se casó con el intelectual antifascista, Leone Ginzburg, cofundador de la editorial Einaudi. Tuvieron tres hijos, Carlo, Andrea y Alessandra. Para ellos está escrito Las pequeñas virtudes, último de los ensayos publicados en el libro. En 1940 la familia fue desterrada a  Pizzoli, un pequeño pueblo de la región montañosa de los Abruzos, donde permanecieron hasta 1943, año en que los aliados liberaron Roma. Meses después, la Alemania Nazi la volvió a ocupar y su marido fue detenido por la Gestapo y torturado hasta la muerte. El mundo de Natalia Ginzburg se vino abajo. 
Tras la guerra, se dedicó en cuerpo y alma a la escritura. Fue traductora y escribió teatro, ensayo y novela. Pero sus escritos, cercanos, íntimos y autobiográficos, no tuvieron el éxito y el reconocimiento que sí tuvieron los de coetáneos varones como Italo Calvino o Cesare Pavese. Natalia Ginzburg siempre estuvo detrás de ellos, y su obra fue considerada una obra menor porque sus temas de reflexión no eran tan sociales, tan lejanos o tan teóricos. Sin embargo, la profundidad y la calidad de sus escritos fueron abriéndose paso en un mundo en el que la cotidianidad y la cercanía fueron ganando peso, en el que la literatura y el pensamiento dejó de ser terreno exclusivo de hombres. El tiempo ha colocado a Natalia Ginzburg en el lugar que le corresponde, a la altura de los Calvino, Pavese o Eco. Pasa el tiempo y su figura no deja de crecer.



El primero de los artículos se titula Invierno en los Abruzzos. En él, la escritora italiana rememora el confinamiento al que fueron castigados por el régimen fascista.
«Cuando comenzaba a caer la nieve, una lenta tristeza se apoderaba de nosotros. Lo nuestro era un exilio: nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros. Los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia. Encendíamos nuestra estufa verde, con el largo tubo que atravesaba el techo; nos reuníamos en la habitación donde estaba la estufa, y cocinábamos y comíamos; mi marido escribía sentado a la gran mesa ovalada, los niños sembraban el suelo de juguetes» (p.14).
A la postre ese exilio se convertiría en uno de las épocas más añoradas por Natalia Ginzburg porque sus sueños se rompieron tras la muerte de su marido.
«Entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y empresas comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé» (p 20).

El segundo de los ensayos titulado Amistad lo dedica al recuerdo de su gran amigo, el escritor Cesare Pavese. Sabemos que se trata de él aunque su nombre no lo mencione. Lo escribió en 1957, siete años después del suicidio del escritor en Turín.
«Decía que conocía tan a fondo su arte que ya no le ofrecía ningún secreto y, como no le ofrecía ningún secreto, ya no le interesaba. Nos decía que ni siquiera nosotros, sus amigos, teníamos ya secretos para él y que lo aburríamos infinitamente; y nosotros, mortificados porque loa aburríamos, no lográbamos decirle que veíamos claramente que se equivocaba: en su resistencia a doblegarse y amar el curso cotidiano de la existencia, que avanza uniforme y aparentemente sin secretos. Así pues, le quedaba por conquistar la realidad cotidiana, pero esta le estaba prohibida y era inasible para él, que ante ella sentía sed y repugnancia a la vez; por tanto no podía sino mirarla como desde inconmensurables lejanías» (p.33).

El tercero y cuarto de los ensayos están dedicados Inglaterra, a Londres y a la comida inglesa. «Inglaterra es hermosa y melancólica. A decir verdad, no conozco muchos países, pero ha anidado en mí la sospecha de que Inglaterra es el país más melancólico del mundo».

El quinto, titulado Él y yo, está dedicado a su segundo marido, Gabriele Baldini, con quien se casó en 1950.
«Yo no sé bailar, y él sí sabe.
No sé escribir a máquina, y él sí sabe.
No sé conducir un coche. Si le propongo sacarme yo también el permiso, no quiere. Dice que de todas las maneras no lo iba a conseguir. Creo que le gusta que en muchos aspectos dependa de él.
Yo no sé cantar, y él sí sabe…»(p.65).
Durante todo el escrito Natalia Guinzburg reduce su figura frente a la de su marido y expone sus diferencias, como si ella no diera pie con bola y él fuera un sabelotodo de mucho cuidado. Nada más lejos de la realidad.

En El oficio del hombre, el tema sobre el que reflexiona Ginzburg es la guerra como vivencia imposible de superar.
«Ha pasado la guerra y la gente ha visto derrumbarse muchas casas, y ahora ya no se siente segura en su casa como se sentía tranquila y segura antes. Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca […] Aquellos de nosotros que han sido perseguidos nunca volverán a tener paz» (p. 77).




El sexto de los artículos se titula Mi oficio y en él expresa su necesidad vital de la escritura. La escritura como vocación. También reflexiona sobre el papel de la mujer como escritora en un mundo gobernado por hombres, sobre cómo influye la felicidad o infelicidad del escritor en sus escritos, o sobre el alimento de la escritura.
«Mi oficio es escribir, y lo sé bien y desde hace mucho tiempo” (p.83) “Cuando escribo historias soy como alguien que está en su tierra, en calles que conoce desde la infancia, y entre muros y árboles que son suyos. Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta mi muerte. Estoy muy contenta con este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo» (p.84).

Los dos siguientes textos, Silencio y Las relaciones humanas, están dedicados al sentimiento de culpa, a la timidez y al paso del tiempo.
«A veces nos pasamos la tarde entera en nuestro cuarto, pensando; con una vaga sensación de vértigo nos preguntamos si los otros existen en realidad o si somos nosotros quienes los inventamos. Nos decimos que tal vez, en nuestra ausencia, todos los demás dejan de existir, desaparecen en un soplo, y milagrosamente reaparecen, brotando de repente en la tierra, en cuanto miramos. ¿No podría ocurrir, acaso, que un día, al volvernos de repente, no encontráramos nada, ni nadie, que asomáramos la cabeza en el vacío?» (p.118).

El último de los artículos es el que lleva por título Las pequeñas virtudes. En él reflexiona sobre la educación de los hijos.
«Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el respeto por el peligro, no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber» (p. 145)

Las pequeñas virtudes es un libro que nos habla de lo fugaz que es la felicidad, de la melancolía de la vida, de la belleza de lo cotidiano, del amor por la escritura. Es un libro que se sumerge en las zonas de conflicto del ser humano y que trata de salir de la nebulosa de la que no pudo salir su amigo Pavese, para proporcionar calma y alegría. Las pequeñas virtudes está escrito con un lenguaje próximo, como si Natalia Ginzburg conociera al lector desde siempre, como si de una amiga se tratara. Por eso me gusta. Por eso lo tengo cerca y lo releo tranquilamente. Por eso no es un libro que vaya a regresar a la estantería en los próximos días.




Traducción de Celia Filipetto







jueves, 7 de diciembre de 2017

Desgracia, de J.M. Coetzee



"Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y divorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo. Los jueves por la tarde coge el coche y va hasta Green Point. A las dos en punto toca el timbre de la puerta de Windsor Mansions, da su nombre y entra. En la puerta del numero 113 le está esperando Soraya. Pasa directamente hasta el dormitorio, que huele de manera agradable y está tenuemente iluminado, y allí se desnuda. Soraya sale del cuarto de baño, deja caer su bata y se desliza en la cama a su lado"

Así comienza Desgracia, publicada en 1999, una de las novelas más conocidas de J.M. Coetzee. Es  novela que se integra dentro de la lógica de una sociedad, la sudafricana, que vivió un trascendental cambio en los años 90: el final de la segregación racial impuesta durante décadas por el régimen del apartheid. Un final complejo por lo novedoso. Sin revancha. Un final protagonizado por uno de los grandes hombres del siglo XX: Nelson Mandela. Y por una parte de la sociedad sudafricana, la población negra, dispuesta a perdonar los desmanes de los blancos que han controlado el país durante el último siglo. Dispuesta a pasar página. Pero no fue fácil. Esa complejidad es la que el premio Nobel sudafricano nos muestra en esta novela.

El protagonista es David Laurie. Tiene cincuenta y dos años. Blanco. Clase media acomodada. Profesor de literatura en la Universidad de El Cabo. Está divorciado y vive solo. Todas las semanas visita a una mujer que vive de la prostitución. Se siente feliz. Hasta que un día se cruza a esa mujer por la calle. Va con sus hijos de la mano. Será el final de los encuentros porque la ha visto en su otra vida. En una vida que nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera tener. Días después, David se encuentra con una alumna y trata de seducirla. Finalmente lo consigue pero  ella lo denuncia por acoso. Él acepta la sentencia sin defenderse. Sabe que ha utilizado su posición de poder para llevársela a la cama. Pero su soberbia le impide disculparse. Es despedido de la universidad. Ha entrado en desgracia. Comienza entonces un viaje hacia ninguna parte. Visita a su hija Lucy, que vive en una granja y tiene un puesto en el mercado. Su hija vive en un mundo ajeno al de David, ajeno a la ciudad, a la cultura, a la segregación racial. La hija es contrapunto del padre. En su forma de vivir y de pensar.

Desgracia es una alegoría del final del apartheid en Sudáfrica. Dos generaciones, la del padre y la hija, David y Lucy, que han de enfrentarse a lo que ocurre desde mundos muy distintos. David simboliza al hombre blanco que ha controlado el país de manera injusta y paternalista. Pero la Sudáfrica post-apartheid ha de ser otra. La de un cambio de roles, la de la caída del poder del hombre blanco, la caída de David en desgracia y la necesidad de adaptarse a esa nueva situación, representada en su hija Lucy. El hombre blanco ha de pagar por las injusticias cometidas en Sudáfrica que han sido muchas. El pago será la violación por parte de un grupo de negros de su hija. En la reacción de David y de Lucy está el conflicto de la novela. Ya no lo hacen de la misma manera que antes. Lucy carga con el fardo de las injusticias cometidas por los blancos. Hijos que cargan con la culpa de los padres, que expían sus pecados. David no comprende a su hija. Su mentalidad es otra. Y en su manera de afrontar la desgracia está el trasfondo de esta magnífica historia. 

J.M. Coetzee tiene una prosa directa, muy personal, sin adjetivos, con pocas digresiones. En Desgracia, muestra, recorta, llega al lector con la velocidad de un rayo. 
Luminosa y desconcertante, como dice Javier Marías. Imprescindible.



 Traducción de Miguel Martínez-Lage




martes, 28 de noviembre de 2017

Diciembre. Mes de la novela clásica



En diciembre del año pasado participé en mi primer reto de la blogosfera literaria: El mes de la novela clásica. El reto me llevó a leer Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain. Disfruté mucho de la genial novela del escritor norteamericano, y también de la posterior redacción de la reseña. Así que vuelvo a la carga un año después, dispuesto a participar en este reto que espero se convierta en costumbre. Y por muchos años. Por supuesto, vuelve a convocarlo Laky, incansable lectora y administradora del blog Libros que hay que leer.

Tengo varios títulos en mente. Clásicos de obligada lectura que, hace ya mucho tiempo, habitan en los estantes de mi biblioteca. A veces los saco de ahí, los aireo y les doy un paseo para que no se depriman y  marchiten. A pesar de los cuidados,  en algunos van apareciendo los típicos rasgos de la vejez libruna: rigidez, cuarteamiento, amarillismo. Nada grave. Nada que les impida ponerse entre mis manos para llevar a cabo su tarea: hacerme disfrutar de la lectura.

Todavía no tengo claro si el libro elegido será de León Tolstoi, de Charlotte Brontë, de Virginia Woolf, de Laurence Sterne, de Stendhal, de Natalia Ginzburg o de John Steinbeck. Me cuesta decidirme. En cuanto lo hago, comienzo a dudar. De modo que lo mejor será dejarlos sobre la mesa y marcharme. Y que decidan ellos.

Lectura: John Steinbeck. Al este del  Edén

domingo, 26 de noviembre de 2017

La hermana de Katia, de Andrés Barba



Hacía tiempo que no leía una novela en una tarde. La culpa la tiene La hermana de Katia, de Andrés Barba. He vuelto a recordar lo que se siente al meterse en un libro durante seis o siete horas seguidas, lejos del mundanal ruido. He vuelto a sentir eso que llaman el placer de la lectura.

El día anterior compré la novela porque había visto una entrevista que le hacían al autor con motivo de su reciente premio, el Herralde de novela de Anagrama, por República luminosa. Me pareció tan interesante lo que comentaba que indagué sobre Andrés Barba y vi que había publicado siete novelas (además de relatos, ensayos y guiones de cine). La primera de ellas, La hermana de Katia, la publicó en 2001, y como tengo la costumbre de comenzar por el principio, a por ella que fui a la librería.

El inicio me desconcertó un poco porque la novela está narrada en una tercera persona que parece fundirse con la primera. De hecho siempre he tenido la sensación de que la que narra la historia es la protagonista, la hermana de Katia. El narrador se coloca tan cerca de ella, que parece que es ella quien la cuenta. Y así conocemos a la protagonista como “ella”, porque su nombre no aparece en todo el relato.

Ella, la hermana de Katia, es una niña de catorce años que tiene cierta discapacidad intelectual, cosa que vamos averiguando poco a poco. Vive en el centro de Madrid con su madre, y con su hermana de diecinueve años. Su madre se dedica a la prostitución. Su hermana Katia, guapa y malhumorada, enamorada de un chico italiano, comienza a trabajar en una sala de striptease. Además, vivirá con ellas su abuela después de que le diagnostiquen una demencia. La relación con la abuela y su visión de la enfermedad es uno de los momentos más brillantes de la novela: “Se olvidaban de quienes eran las personas que estaban a su alrededor y les confundían con gente de hacía muchísimo tiempo, o eso decía Katia, que no veían, o de pronto pensaban que tenían trece años, y cuando ella intentó imaginar que le ocurría a la abuela lo que decía Katia que les pasaba a las personas mayores después de escuchar ese “clic”, sintió que le vencía una lástima honda, pensó cómo sería ella olvidándose de todo, de Mamá vistiéndose en el espejo, de Katia metiéndose en su cama, de los turistas, de John Turner, qué triste todo si te olvidabas de las cosas que nunca habías querido olvidar y ni siquiera te dabas cuanta de que te estabas olvidando” (p.62)

A esta novela que aparenta ser una historia truculenta y turbia, Andrés Barba le da la vuelta para convertirla en todo lo contrario, en una historia de amor y ternura que conmueve. Y lo logra introduciendo el punto de vista de la niña, de ella, de la hermana de Katia, que es quien desde su mirada totalmente libre de prejuicios nos muestra con total normalidad la vida de su madre, de su hermana y de su abuela. El amor incondicional por su madre, por su abuela, y sobre todo por su hermana Katia sirve de contrapunto a la dureza de la vida que les ha tocado vivir.

Ella, a sus catorce años no va a la escuela (su madre dice que es porque no le gusta, pero no es otra cosa que dejadez por parte de la madre). Se dedica a limpiarla casa y a hacer de comer a su hermana y a su madre que casi siempre están fuera de casa por el trabajo. Es ella quien las cuida, quien siempre está pendiente de ellas, quien vive por y para ellas. Se considera fea y tonta (se lo han dicho muchas veces) y lo que más le gusta es ir a cada día a la Plaza Mayor para observar a los turistas. Sueña con conocer a un chico para que la invite a un zumo de tomate. Un día conoce a un joven que hace proselitismo religioso en la plaza. Se llama John Turner y es norteamericano. Ella se acerca y él no pierde ocasión para intentar transmitirle el evangelio. De modo que la invita al zumo de tomate. Pero se encuentra con el muro de la prodigiosa mente de ella para quien la religión es algo totalmente ajeno y desconocido. Y tan solo le importa en la medida en que ese joven ha hecho realidad su sueño de invitarla a tomar un zumo de tomate en una terraza de la Plaza Mayor.

La hermana de Katia se centra en temas incómodos como la prostitución o la enfermedad. Pero la normalización que la protagonista hace de ellos consigue que los veamos de otra forma, sin dramatismos y sin estridencias.
“Si no solía llorar era sólo porque el mundo habitualmente era un estallido continuo de sorpresas agazapadas, de colores en los que ella solía fijarse, por eso cuando lo hacía se le quedaba el alma sin recursos y se entregaba al dolor lo mismo que a la felicidad” (p.15)
“Todo teñía sus fechas, sus ciclos, sus simetrías. El mundo estaba bien hecho, por eso al dolor seguía la felicidad, lo mismo que el día a la noche, y el calor de la primavera y el verano a este frío de azules y verdes bajo el viaducto, de blancos en los tejados, de silencio…”(p.105)

Ella, la hermana de Katia, hija de padre desconocido y cuya madre a punto estuvo de no tenerla, la niña cuyo nombre desconocemos, invisible para todos, es la que hace grande a esta novela. Si el narrador hubiera puesto su enfoque en cualquier otro personaje, la novela nos habría mostrado una estampa realista y desoladora. Amarga. Sin embargo, Andrés Barba  crea un personaje maravilloso y conmovedor que da la vuelta a la realidad y la hace más humana, más habitable. Un diez.



lunes, 20 de noviembre de 2017

El instante de peligro, de Miguel Ángel Hernández




Termino de leer El instante de peligro de Miguel Ángel Hernández, finalista del Premio Herralde en 2015, y  la novela me deja muy buenas sensaciones. El libro desprende arte por los cuatro costados.

La historia, narrada por Martín en forma de carta a una mujer llamada Sophie, se va abriendo, cual zoom literario, para mostrarnos la vida del protagonista. Es un viaje desde el presente al pasado, en el que hay constantes movimientos espacio-temporales. 
El protagonista es Martín, un profesor de Historia del Arte que regresa al Clark Art Institute de Williamstown, lugar en el que estuvo becado diez años atrás, para participar en un proyecto artístico. 
Se trata un proyecto vanguardista en el que una artista italiana, Anna Morelli, borra las imágenes de las fotografías que había dentro de una vieja maleta que encontró en una tienda de antigüedades. La maleta contenía también cintas de una grabación con una cámara cinematográfica en la que durante horas aparece siempre la misma imagen inmóvil. Con esa imagen comienza la novela:
“Lo primero que vi fue la sombra. Inmóvil, fija, eterna, proyectada sobre un pequeño muro semiderruido que no levantaba más de metro y medio del suelo. Después presté atención al paisaje de fondo, el horizonte, el bosque, los árboles espigados y desnudos que desbordaban el encuadre de la imagen. Nada se movía en la escena. Nada se oía. Por un momento pensé que el archivo era defectuoso o que mi conexión no funcionaba correctamente. Pero enseguida advertí que la barra de reproducción había comenzado a avanzar. El tiempo corría aunque los objetos de la escena no se desplazaran, aunque todo permaneciera igual después de varios minutos. La sombra, el paisaje, el muro, el plano. El movimiento parecía haberse frenado igual que en una fotografía.
Así es como arranca esta historia, querida Sophie, con la silueta de un hombre detenida sobre una pared en medio de un bosque, con el movimiento inmóvil de una imagen en blanco y negro en la pantalla de mi ordenador.”

En este íncipit aparecen las dos líneas maestras de la novela. Por un lado, la imagen y el arte. Por otro, Sophie y el amor.
 En la primera, entra el trabajo de Martín en el proyecto: debe escribir sobre la imagen. A partir de ahí la novela avanza. ¿Qué lugar es ese? ¿Quién la grabó? ¿De quién es la silueta? ¿Qué significa esa imagen? Los protagonistas se convierten en detectives en busca de la clave que descifre el misterio. En esta búsqueda destacan las interesantes reflexiones sobre el arte, la historia, la memoria o la vida (hablan sobre Walter Benjamin, Didi-Huberman, Mieke Bal, Andy Warhol, Mac Low, Lacan, Robert Walser, Sophie Calle, Cezanne…). Me quedo con esta reflexión de Martín:
“El arte era para mí un trabajo; no llegaba a emocionarme. No veía ningún mérito en permanecer más de un minuto frente a un cuadro o una escultura. Los museos me cansaban, me saturaban, incluso me ponían de mal humor. Y, al final, cada vez que viajaba y entraba por inercia en esos lugares, acababa en la tienda mirando libros o en la cafetería pensando en mis cosas y sentado tranquilo. La sola idea de verme rodeado de gente esperando para mirar me extenuaba. La voracidad y la ilusión de los demás visitantes arrebataba toda mi curiosidad. Todo para vosotros, pensaba, a más tocáis, no os privaré del arte que tanto deseáis; yo ya he tenido suficiente” (p.145)
Paralelamente, Martín cuenta a Sophie (cuyo lugar es ocupado por el lector) los avatares varios de su vida amorosa. Martín se desnuda por completo ante ella para rememorar aquella historia de amor nada convencional que le llevó a conocerla.

El tiempo de la novela está manejado a la perfección, pues ese zoom al que me refería anteriormente se va abriendo muy lentamente para que el lector pueda percatarse de la relación entre los diferentes elementos de la escena que se muestran, de modo que al tiempo que avanza la investigación sobre las imágenes, la historia de amor de Martín también avanza, tanto en el pasado como en el presente, para finalmente cerrar el círculo. Un círculo que se me antoja perfecto.



El instante de peligro bebe de fuentes que me son perfectamente reconocibles. Por eso me ha gustado tanto. En la novela se intuye la influencia de tres de mis autores favoritos, que también lo son de Miguel Ángel Hernández, como ha señalado en más de una ocasión. Se trata de Enrique Vila-Matas, de Roberto Bolaño y de Paul Auster. Del primero, como dijo en la conferencia que dio sobre el sobre el autor catalán, le atrae la forma en que los protagonistas se relacionan con el mundo del arte, como se apasionan, como se entusiasman, hasta el punto de que el arte cambia sus vidas. Esta fascinación por el arte se observa en Anna Morelli, para quien el arte es vida, pero también en Martín, protagonista y alter ego del autor, quien, como historiador del arte, había perdido esa pasión. No obstante la recupera cuando conoce a Anna y comienza a participar en su proyecto sobre imágenes borradas. 
El intento de encontrar al artista que grabó esas extrañas imágenes me recuerda a la primera parte de 2666 de Roberto Bolaño, en la que cuatro filólogos (tres hombres y una mujer) viajan a México en busca de Archimboldi, un genio de la literatura a quien parece que se ha tragado la tierra. Y también, cómo no, a la sin par pareja de detectives (salvajes) Ulises Lima y Arturo Belano que buscan a la célebre desconocida Cesárea Tinajero, fundadora del Real Visceralismo y autora de uno de los poemas más enigmáticos de la literatura. Por último, es inevitable no hacer referencia a Paul Auster, sobre todo a El libro de las ilusiones, cuyo protagonista, el profesor Zimmer, encuentra de nuevo el sentido de la vida tras la investigación que realiza sobre Hector Mann, un olvidado actor de cine mudo. Precisamente Miguel Ángel Hernández citó a Vila-Matas y a Paul Auster como sus dos escritores de referencia, y concretamente El libro de las ilusiones como su novela favorita de éste último. Doy por sentado que Roberto Bolaño también es uno de ellos. 

De manera que El Instante de peligro nos remite directamente a la obra de estos tres grandes de la literatura, y Miguel Ángel Hernández se cuela entre ellos de una forma más que solvente. Para rematar la jugada, la novela fue publicada en Anagrama, la misma editorial en la que publicaron la mayor parte de sus obras Vila-Matas, Auster y Bolaño. ¿Quién da más?






                                                    Gracias al autor por la dedicatoria.



viernes, 10 de noviembre de 2017

Ciclo perfiles: Enrique Vila-Matas. Teatro de variedades. Episodio III


Finaliza esta  trilogía con el relato de la conferencia que dio Enrique Vila-Matas el pasado 31 de octubre en el Espacio O del Centro Párraga de Murcia, cerrando el seminario organizado por CENDEAC. (Ver Episodio I y Episodio II)

Martes. 20:00 horas. Segunda (y última) jornada. Cientos de niños disfrazados de monstruos pululan por la plaza que hay fuera del auditorio. Desde dentro se escuchan risas, gritos y petardos. Hoy el protagonista es el propio Vila-Matas, que entra puntual a la cita acompañado por Fernando Castro Flórez, quien hace la presentación correspondiente en medio del petardeo. El recinto está lleno de lectores (al menos eso creo) de Vila-Matas. Comienza la charla que lleva por título Teatro de variedades. Con la voz de Vila-Matas, cesan las explosiones.

Habla de sus inicios como conferenciante. Dice que prefiere escribir en casa, en solitario, y que lo de las conferencias ligadas al oficio de escritor las descubrió cuando ya había publicado cinco o seis libros. La primera de ellas fue en Castelldefels, y en aquel momento estaba escribiendo Suicidios ejemplares, de modo que comenzó diciendo de que hablaría del suicidio, pero aclarando al público que en aquel momento no tenía pensado suicidarse. Al final de la conferencia, una señora del público intervino recordando que había dicho que no tenía pensado suicidarse, sin embargo, había estado fumando durante toda la conferencia. Ahí empezó a sospechar que la gente que se sentaba en la parte de atrás solía decir cosas muy raras en las conferencias. Otra de las conferencias que recuerda tuvo lugar en el Escorial. En ella, un señor del público le preguntó que cuando pensaba desaparecer. Vila Matas le preguntó que si se refería físicamente o en el texto, a lo que el señor le respondió “me da igual”. Esa pregunta del público le llevó a escribir Doctor Pasavento, que es una reflexión sobre la desaparición del sujeto en occidente.

Dice Vila-Matas que tenía previsto leer la conferencia titulada Bastian Schneider (en la que suele participar la artista francesa Dominique González Foerster), publicada por Seix Barral junto a Doctor Pasavento, y que está siendo el origen de un libro que está escribiendo ahora. Sin embargo, tras leerla en el hotel ha decidido cambiar de planes. Es lo interesante del Teatro de variedades, que te permite variar, señala.  De modo que lee un cuento que publicó en prensa titulado No leeré más e-mails. Es un relato que no conocía. El cuento está publicado en El País el día 22 de agosto de 2013. No tiene desperdicio, aunque me gustó más leído por el propio autor.

No leeré más e-mails

 “Eric Satie no abría nunca las cartas que recibía, pero las contestaba todas. Miraba quién era el remitente y le escribía una respuesta. Cuando murió, encontraron todas las cartas por abrir, y algunos amigos se lo tomaron a mal. Sin embargo, no era para enfadarse. Cuando publicaron las cartas juntamente con sus respuestas, el resultado fue muy interesante. “Esa correspondencia es fantástica porque todos ahí hablan de cosas distintas y, por supuesto, esa es la esencia del diálogo”, comentó Ricardo Piglia.
Este verano me embarqué en el velero Zacapa, un Frers Dorado 36, bautizado con nombre de ron por el color de su madera. Dos expertos navegantes —uno es publicista y dueño del barco y el otro es un escritor amigo— me permitieron subir a bordo en el puerto de Marsella, la ciudad donde con gran vorágine he pasado los últimos meses escribiendo mi última novela y metiéndome en líos indeseables.
Debo decir que en ningún momento me obligaron a colaborar en los trabajos del Zacapa, aunque, al parecer, viendo que no arrimaba el hombro para nada y solo me limitaba a espiar sus diálogos en alta mar, hubo momentos en que los dos sintieron deseos de tirarme por la borda.
Finalmente, me dejaron en un hotelito en la bahía de Nora, al sur de Cerdeña, junto las ruinas del poblado fenicio de Pula. Llevo aquí cinco días entre la playa y la piscina y la visita obsesiva a las ruinas, que son sin duda lo más interesante de los alrededores.
El wifi del hotel ha funcionado de forma tan irregular que me ha desquiciado. Como venganza, pero también como juego de despedida y guiño a Satie, voy a homenajear hoy a la verdadera esencia de todo diálogo respondiendo e-mails que me han llegado durante las vacaciones y que no he leído ni pienso leer.
Al e-mail 1 (un gran amigo) le he respondido que no somos tan cabrones y que la prueba está en que algunos figurones literarios deben más de uno de sus éxitos a que nos ha dado apuro parecer envidiosos.
Al e-mail 2 (sospecho que un entrevistador) le he respondido que hay una escritora, Elisabeth Robinson, que a la cuestión de si es autobiográfica o no su obra narrativa siempre contesta: “Sí, el diecisiete por ciento. Siguiente pregunta, por favor”.
Al e-mail 3 le he recomendado no leer a los que tratan de imponer algún tipo de escritura excluyendo a las demás, porque es de mendrugos no defender que han de existir múltiples formas de literatura, tantas como formas de vida.
 Al e-mail 4, el entrenador del Bayern, (en la conferencia lo actualiza y habla del entrenador del Manchester City) le he escrito diciéndole que los críticos presumidos sólo mejoran cuando están morenos.
Al e-mail 5 le he confiado que en Marsella soñé todo el rato que encontraba en la calle balas sin detonar.
Al e-mail 6 (editor en crisis que solo ha defendido intereses comerciales y nunca intelectuales) le he insinuado que en la adversidad conviene muchas veces tomar por fin un camino atrevido.
 Al e-mail 7 le he dicho que me habría gustado refugiarme un año entero en París o en Nueva York y huir de los capullos de mi tierra, pero ya es tarde para todo.
Al e-mail 8 (remitente de naturaleza envidiosa) le he contado que no iba a tardar nada yo en untar de mantequilla una tostada.
Al e-mail 9 le he dicho que la verdad tiene la estructura de la ficción.
Al e-mail 10 le he explicado que no me molestaría conocer Abu Dabi si pudiera volver el mismo día.
Al e-mail 11 le he dicho que entre mis autores preferidos están David Markson y Flann O’Brien, y todos los autores preferidos por Markson y O’Brien, y todos los autores que estos, a su vez, preferían.
Al e-mail 12 le he escrito como si le estuviera enviando una carta postal: De vacaciones en Cerdeña. Ruinas y luna llena. Comida espectacular. Me he negado a hacer amigos. Abrazos.
Al e-mail 13 le he contado que me he cansado ya de esperar, de emprender, de lograr, de abrochar y desabrochar, de perseverar, de insistir.
Al e-mail 14 (un escritor principiante) le he dicho que no leo nada por miedo a encontrar cosas que estén bien.
Al e-mail 15 le he explicado que he podido confirmar que es cierto que cuando miras al abismo, el abismo también te mira a ti.
Al e-mail 16 le he contado que la mayor discusión de mi vida la tuve en Soria y duró dos días y llegó a ser violenta: discutí sobre cómo se pronunciaba Robert Mitchum.
Al e-mail 17 le he confirmado que Norma Jean Baker se mató.
Al e-mail 18 le he recordado que todo permanece pero cambia, pues lo de siempre se repite mortal en lo nuevo, que pasa rapidísimo.
Cuando iba a cerrar el ordenador, ha entrado desde Marsella in extremis el e-mail19, al que he contestado que no voy a pagarle mi deuda y que lo siento pero voy con prisas, porque salgo de inmediato hacia las ruinas de Pula, donde —ya sabrá disculparme— lo he dispuesto todo para esta noche suicidarme.
Tal vez me envíe otro correo. Da igual. Entiéndaseme, es algo serio y yo sé que definitivo: no leeré más e-mails”.






Continúa la conferencia hablando de una entrevista que le hicieron para a una revista inglesa. Le preguntaron por sus cinco libros favoritos y trató de no caer en lugares comunes para desconcertar al entrevistador. Sus cinco libros (algunos inexistentes) fueron La biblioteca invisible; Catálogo razonado de libros inencontrables (sobre dónde encontrar los libros inencontrables de Perec o de Bolaño); un libro citado por Laurence Sterne en Tristram Shandy sobre la importancia de las narices humanas, La nueva enciclopedia de Alberto Savinio (hermano del pintor surrealista Giorgio de Chirico) publicado por Acantilado, una joya que ha tenido mala suerte por la escasa originalidad título. Finalmente menciona La siesta de M. Andesmás de Marguerite Duras, una novela que pone nervioso a cualquiera pero que fue importante para él. Es un libro que te gusta o lo detestas. Cuando lo escribió lo mandó a leer a Sartre y a Beauvoir y le respondieron que no entendían nada. Eso era una buena señal, dice Vila Matas, porque Duras estaba escribiendo algo nuevo.

Habla de los años en que conoció a Margarite Duras en París, cuando fue su casera a la que intentaba evitar porque llevaba varios meses sin pagarle al alquiler. Ésta y otras muchas historias las recoge Enrique Vila-Matas en su inolvidable París no se acaba nunca, inolvidable porque fue el libro que utilicé como guía de viaje en la visita que hice hace unos años a la capital francesa.
Lee un texto que le encargaron sobre el riesgo (en literatura) titulado Impón tu suerte, (es un verso de un poema de René Char). También es el título de un libro que aparecerá en abril del próximo año en la editorial Círculo de Tiza con artículos no publicados en libro. Me da tiempo a escribir las primeras frases que lee. “Un escritor es un tipo que se quita los guantes, dobla la bufanda, menciona la nieve, nombra la guerra, se frota las manos, mueve el cuello, cuelga el abrigo y va más allá. Se atreve a todo. Si no se atreve a todo no será jamás un escritor”. Dejo de escribir y pongo atención a la intensidad con que lo lee. Es fantástico. Una verdadera declaración de intenciones de Vila-Matas. Cuando llego a casa busco en internet por si estuviera publicado en alguna revista o periódico y, ¡bingo!, ahí está, en la Revista de la Universidad Autónoma de México. Lo releo y veo a Vila-Matas. Es él, en estado puro. Un manifiesto que debería leer cualquier persona que intente dedicarse (o se dedique) al oficio de escribir.

Impón tu suerte

 “Un escritor es un tipo que se quita los guantes, dobla la bufanda, menciona la nieve, nombra la guerra, se frota las manos, mueve el cuello, cuelga el abrigo y va más allá y se atreve a todo.
Si no se atreve a todo, no será jamás un escritor.
La estirpe de los gladiadores no ha muerto. “Todo artista lo es”, escribió Flaubert. Y he aquí unas palabras en las que tengo una fe absoluta. Creo que sin fe no se hace nada en la vida. Tengo fe en el arte, y me gusta mucho el verbo creer. En general, cuando alguien dice “sé”, es que no sabe, sino que cree. Creo —como creía Duchamp— que el arte es la única forma de actividad por la que el hombre como tal se manifiesta como verdadero individuo. Y también creo que sólo gracias a esa actividad puede ese hombre superar plenamente el estadio animal, porque el arte es una salida hacia regiones donde no dominan ni el tiempo ni el espacio. Vivir es creer que el arte es la forma más alta de la existencia. Pero, para creer en esto, hay que ser conscientes de que riesgo y arte, riesgo y literatura, van de la mano. Y no olvidarse nunca de que, como decía Derrida, todopoemacorreelriesgode carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo.
La primera vez que leí esa frase, la entendí a la primera. Pero me di cuenta de que me faltaba saber cómo podía exponerse uno de verdad escribiendo. Porque me parecía obvio que en caso de arriesgarse había que hacerlo de verdad.
Por los mismos días, leí a Michel Leiris y fue providencial. Exponerse al escribir, según Leiris, era tratar de estar a la altura de un torero cuando salta a la plaza; es decir, tratar de “introducir por lo menos la sombra de un cuerno de toro en una obra literaria”.
Empecé a detectar escritores que, al escribir, se la jugaban. Toda la vida los he detectado, y eso me ha ayudado a discernir entre artistas y no artistas. El último que detecté fue Mario Levrero: “No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”.
Fue justo al empezar la década de los noventa cuando una sombra de cuerno empezó a introducirse en lo que hacía. Mientras escribía Suicidios ejemplares fui consciente de que estaba trabajando en la propuesta deliberada de una obra aparentemente extraña, que debía crear unos lectores que en aquel momento no existían. Recuerdo que quería inscribir en un hipotético escudo de armas literarias este lema salido de unos versos de René Char: “Impón tu suerte, abraza tu felicidad y ve hacia tu riesgo. Al mirarte, se acostumbrarán”.
En esos versos está encerrada toda mi vida como escritor. No inscribí lema alguno en mi escudo, pero el lema lo llevé a la práctica nada más decidir que impondría mi suerte, mi carácter, mi destino, mi oportunidad de salir al ruedo, mi estilo, mi idea de lector nuevo, mi idea de una literatura distinta, mi idea de poner algo patas arriba, mi idea de quitarme los guantes, doblar la bufanda, mencionar la nieve, nombrar la guerra, frotarme las manos, mover el cuello, colgar el abrigo, ir más allá y atreverme a todo.
No lo dijo Bolaño, pero imagino que una noche habría podido decirlo: Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces. Puede que lo pierdas todo, hasta la cabeza. Puede que sea todo una prueba de resistencia para saber que puedes hacerlo. Y lo harás. A pesar de los momentos horribles, será mejor que cualquier otra cosa que hayas imaginado. Te sentirás a solas con los dioses, y cabalgarás la vida hasta la risa perfecta. Es la única batalla que cuenta.
Como en cada texto empecé a jugármela, no paré de recibir palos considerables. Palos en las ruedas, palos en las manos que escribían. Palos españoles. “¿Así que no os gusta? Pues ahora vais a tener que leer más cosas por el estilo, pero subiendo más el tono, atreviéndome a más, voy a imponer mi oportunidad”, me decía yo. No puedo ocultar aquí que el motor de mi obra lo han alimentado esencialmente mis detractores. Aún hoy, cuando me miran o cuando escriben sus limitadas reseñas, veo que no se han acostumbrado.
En los países felices hay menos detractores, comprenden mejor los riesgos y entienden que he ido a la escuela de la vanguardia y que a fin de cuentas la mayoría de los novelistas contemporáneos que me interesan han ido a esa misma escuela y no a la de la sociología de la literatura. ¿O no es significativo que el libro más ambicioso de Gide fuera una novela sobre la escritura de una novela, y que Ulises y Finnegans Wake parezcan por encima de todo —como ha dicho Clement Greenberg— la reducción de la experiencia a la expresión por la expresión, una expresión que importa mucho más que lo expresado? ¿Acaso cometimos delito al inyectar a la narrativa una superior conciencia de la historia?
Quien mejor ha definido la relación del arte con el poder en España es Adolpho Arrietta, el siempre joven amigo de mis años de París. En el espléndido retrato que le hace Antonio Lucas en Vidas de santos, se citan unas palabras suyas a Filippo Lubrano:
Para mí, España es una ilusión, una ilusión embustera. Una invención de los medios. No ha habido ninguna superación, ningún milagro. Es una mierda invivible para cualquiera que quiera hacer arte.
Ni qué decir tiene que para mí en Cataluña sucede otro tanto. Con el agravante de que con el tiempo los riesgos que uno toma por su cuenta parecen haberse vuelto más peligrosos todavía. De joven, el fracaso, que va proporcionalmente unido al riesgo que hayas tomado, es soportable. Pero más adelante, el panorama que te ofrece el país de la mierda invivible se ensombrece cuando uno observa que los cuervos aún confían en presionarte lo suficiente para que no te atrevas en tu próximo libro a arriesgarte; es decir, para que cada vez tengas más terror a probar algo diferente. ¡Es tan raro todo! Los cuervos te reiteran a cada instante que no te atrevas a dar el triple salto mortal y te recuerdan que aún estás en el país en el que más se castiga a los que tratan de hacer una obra fuera de ellos. Si caes en la trampa de estos paisanos estarás perdido para siempre, porque lo que ellos buscan precisamente es que, al frenar tu pasión por el riesgo, demuestres que no eras nada sin ese riesgo. Barcelona, 25 de enero de 2016”.





Seguidamente, Enrique Vila-Matas lee un texto titulado Modo avión, publicado precisamente hoy en El País. Curiosamente es un artículo que leí anoche antes de dormir. Serían poco más de las doce y ya estaba publicado. Incluso anoté en mi cuaderno las palabras con las que termina. De modo que lo tengo fresco en la memoria. Ahora lo escucho en la voz de Vila-Matas:

Modo avión

 “Leí que la crisis catalana estaba generando problemas psicológicos y los médicos recomendaban el móvil en “modo avión” para desconectar de vez en cuando de la realidad y “dedicarse, por ejemplo, a leer algún libro”. Y ni qué decir tiene que juzgué atinado ponerse a leer en pleno fragor de la batalla. Después de todo, hay una gran literatura que está pensada, no para leerla con una lámpara cayendo sobre la cama, sino con el resplandor mismo de la pólvora. Ahora bien, me pareció que detrás de esa bondadosa recomendación a leer “algún libro” había alguien subestimando, una vez más, la fuerza de la literatura. Nada, por lo demás, demasiado extraño cuando los mismos cerebros de las campañas de promoción de la lectura se dejan luego caer por los bares preguntándose para qué sirve la literatura habiendo tantas múltiples ofertas culturales que compiten con ella. Y alguno incluso viene y te recuerda que a la dichosa materia literaria la dimos por vana y por culpable después de Auschwitz.
A los que les gustaría hundir ya del todo a la literatura habría que recordarles, por ejemplo, que la obra de Beckett, con su indagación infatigable sobre la miseria humana, vino a demostrar después de Auschwitz que la literatura, más allá de cualquier delirio de poder, seguía teniendo vida y recorrido propio. No hace mucho, Antoine Compagnon se preguntaba si podía existir homenaje más alto a la literatura que el de Primo Levi, en Si esto es un hombre, contando la Divina Comedia a su compañero de Auschwitz: “Para vida animal no habéis nacido / sino para adquirir virtud y ciencia”.
No sé bien por qué he ido a parar a Dante. Pero, como dice Maria Gaínza en su excepcional El nervio óptico (Anagrama), “supongo que siempre es así: uno escribe algo para contar otra cosa”.
Voy en “modo avión” volando hacia Alicante, donde me espera un coche que me llevará a Murcia. Intento alejarme del estrés de los últimos días y para matar el tiempo imagino que mi vecino de asiento quiere saber si la literatura no es algo que pertenece a otra época. Ha llegado el momento de proteger la cultura literaria de tanto desprecio, le respondo secamente. Y sé que, a partir de ahora, planeando en silencio otras posibles respuestas al vecino, voy a estar entretenido el resto del vuelo. No hay como ponerse uno mismo en “modo avión” dentro de un avión. La literatura, pienso, sirve para matar el tiempo y en esto no puede haber nada malo. Pero es que, además, permite expresar el “malestar de la cultura” a la vez que nos dota de una visión que trasciende las limitaciones de la vida cotidiana. La literatura sirve para exponer la corrupción del lenguaje que propicia el poder. Y, por si fuera poco, nos hace sensibles al hecho de que los otros son muy diversos. La literatura es veneno para los xenófobos. Y hay muchas más cosas que solo ella puede darnos, y que Ítalo Calvino enumeró con especial acierto. En realidad –miro ahora al vecino– solo la lectura atenta y constante proporciona y desarrolla plenamente una personalidad autónoma”.






Para terminar la conferencia, habla de la artista francesa Sophie Calle y del relato Porque ella no me lo pidió, publicado en su libro Exploradores del abismo en 2007. Es un cuento largo (61 páginas) y es el relato central del libro. Porque ella no me lo pidió está dividido en tres actos, en los que el autor viaja de la realidad a la ficción y viceversa dejándonos totalmente descolocados, como suele hacer. En él reflexiona sobre la relación que hay entre el arte y la vida a partir de una propuesta que le hace Sophie Calle a un escritor para realizar un proyecto en el que ella viviría lo que él escribiera. En el relato se narra el origen del proyecto a partir de una llamada de Isabel Coixet que pone al escritor en contacto con la artista francesa, con quien se reúne posteriormente en el café Flore de París para hablar del asunto. El escritor se entusiasma con la propuesta y le envía un relato titulado El viaje de Rita Malú (primer acto). La propuesta consiste en viajar a la isla portuguesa de Pico, en las Azores, y fotografiar al fantasma que habita en la casa de un escritor (que es él mismo). Pero Sophie no responde, y esta falta de respuesta paraliza al escritor que no puede continuar escribiendo hasta que la artista cumpla su parte del trato. Pasa el tiempo y el proyecto sigue sin avanzar a pesar de los intentos del escritor para que Sophie Calle reaccione. El escritor sigue paralizado. Hasta que, a la vuelta de un viaje a Buenos Aires, sufre un colapso que casi acaba con él. Ya en el hospital, mientras se recupera, lee lo que había escrito sobre el proyecto en un diario y descubrimos que no conoce personalmente a Sophie Calle y que todo ha sido una invención del escritor. Entonces, en un giro vilamatiano, aún convaleciente decide hacer el proyecto realidad, pero con él mismo. Debe conseguir que Sophie Calle le proponga el proyecto aunque sea de una manera impostada.  Y lo hace a través de un amigo de ella, Ray Loriga, quien tras escuchar los delirios del escritor, accede a participar en el juego de la literatura hecha vida. De modo que lo que el escritor había inventado sobre el proyecto, comienza a suceder cuando recibe una llamada de Sophie Calle. Y de nuevo se repite el encuentro en el café Flore, ésta vez en la realidad, con algunas diferencias accidentales, como la de los dos whiskys que toma en el café Bonaparte, que en la realidad se convierte en dos botellas de agua con gas, o la del encuentro con el personaje que lo invita a ir a alcohólicos anónimos, que en la realidad se transforma en un artista español retirado que vagabundea por las calles de París preguntando a todo el mundo si no se acuerdan de él. Y una vez en el café Flore, cuando Sophie Calle le propone convertir la literatura en vida, el escritor responde: “No, no quería dar un paso más en el abismo del vacío y trasladarme de la literatura a la vida. Es más no deseaba dejar mi escritura en brazos de ese tenebroso agujero que llamamos vida” (p. 275) Y ahí deja a Sophie, con un cara de circunstancias, vengándose así de que en el relato inventado fuese ella quien lo hubiera dejado a él paralizado.



Vila-Matas cuenta en la conferencia que la realidad fue otra. Y es que la parte inventada del relato es la parte real de la historia, mientras que la parte real del relato se la inventó. Lo de Isabel Coixet fue real. Lo de Ray Loriga no. Dice que incluso le envió en relato a Sophie Calle para que lo leyera, pero cuando se encontró con ella posteriormente,  le dijo que lo había dejado porque le aburría.  Comprensible, dice un Enrique Vila-Matas algo dolido. Sin embargo, el (¿fallido?) proyecto con Sophie Calle le sirvió para conocer a su actual partenaire artística, Dominique González Foerster, artista con quien colabora en los últimos años, y compañera de la conferencia titulada Bastian Schneider, cuya próxima aparición será en Lisboa el 25 de noviembre.




Termina la conferencia, pero nadie se quiere ir. Ha sido fantástica. El público quiere un bis. De modo que alguien le pregunta por su relación con Roberto Bolaño. Explica que lo conoció cuando su mujer, Paula de Parma (a quien dedica todas sus novelas), daba unas clases en Blanes y le dijo que allí había un escritor chileno. Sin más. Y que coincidieron en un evento en el que iba con su hijo Lautaro y Bolaño lo reconoció. Comenzaron a hablar y la charla terminó en la casa de Roberto Bolaño. Dice también que fue él quien le animó a terminar su novela El viaje vertical. Dice que desprendía un entusiasmo contagioso por la literatura. Y que se creció cuando publicó Estrella distante. Que perdió energías criticando a otros escritores como Muñoz Molina. Y que nadie esperaba que muriera. Dice también que Roberto Bolaño no se hubiera imaginado que su obra se convertiría en referencia mundial.
Otra persona del público le pregunta qué queda cuando desaparece Doctor Pasavento en la novela. Vila-Matas se encoge de hombros y pone cara de póquer. El universo, dice.
Fin de la charla.





Epílogo. Hago cola con Mac y su contratiempo bajo el brazo para que lo firme Enrique Vila-Matas. Aprovecho la ocasión para matar dos pájaros de un tiro atracando a mano armada a Miguel Ángel Hernández, que está también por allí, y  me llevo su novela El instante de peligro también dedicada. Dile a Vila-Matas que te la firme él, me dice entre risas. Y pienso que habría sido un buen final. Regreso a casa más contento que unas pascuas.