jueves, 8 de diciembre de 2016

Riña de gatos. Madrid 1936, de Eduardo Mendoza






La semana pasada me llevé una gran alegría cuando le otorgaron el Premio Cervantes a Eduardo Mendoza porque es uno de los escritores que me han acompañado a lo largo de mi vida lectora. Sus novelas han ido llegando a mi biblioteca religiosamente desde que, siendo muy joven, me acercara a su escritura con “El misterio de la cripta embrujada”. Sin embargo, no fue ésta, sino “La verdad sobre el caso Savolta” y, sobre todo, “La ciudad de los prodigios”, las que lo colocaron en el número dos de mis escritores favoritos. En el uno estaba, inamovible, Manuel Vázquez Montalbán. Recuerdo que una de las cosas que contribuían a que los lunes fuesen más llevaderos, era columna que éste escribía en la contraportada de El País. Cuando murió, los lunes continuaron siendo llevaderos porque fue Eduardo Mendoza quien se encargó de intentar llenar ese espacio vacío. No era tarea fácil, y sin embargo, supo hacerlo con elegancia y genio.

Este fue el primer artículo que publicó aquel lunes 27 de octubre de 2003:
Apenas iniciada mi andadura literaria tuve aviso de cuál era el papel que el destino me tenía reservado en el proceloso mundo de las letras. En el transcurso de una recepción, en Nueva York, me presentaron a un prestigioso hispanista norteamericano. A solas con él, me preguntó muy educadamente si yo era un escritor barcelonés, como le habían dicho. Le contesté que escribía y que era de Barcelona, porque siempre es mejor manejar datos que categorías. En tal caso, dijo él, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Sabría decirme qué está haciendo ahora el señor Vázquez Montalbán? Le respondí que, habida cuenta de la diferencia horaria y conociendo al señor Vázquez Montalbán, lo más probable es que estuviera comiendo. No, no, replicó él, yo me refería a lo que está escribiendo.
Esta misma escena se ha repetido en incontables ocasiones, en distintos países, con ligerísimas variantes. ¿Qué dice el señor Montalbán, qué piensa el señor Montalbán, cuál es el plato favorito del señor Montalbán? Así me convertí en telonero del señor Montalbán. Nunca me pareció mal oficio ni mucho menos un hecho casual o arbitrario. Porque durante varias décadas Manuel Vázquez Montalbán ha sido el punto de referencia de nuestro tiempo: del que nos ha tocado vivir individual y colectivamente, el que va de los años oscuros de la sopa de ajo y la copla, a los del Nasdaq y la confusión; y del tiempo que nosotros, uno a uno, a trancas y barrancas, nos hemos ido construyendo. Y en ningún sitio su presencia ha sido más conspicua ni su función más clara que aquí, en esta misma columna, que ya no volverá a firmar.
De modo que empieza nueva etapa. Ya no aparecerán en la columna del lunes sus frases certeras, sino estas otras, dubitativas y deslavazadas. Porque a diferencia de quien me precedió, yo no tengo una opinión formada sobre ningún tema importante, y aunque no puedo vanagloriarme de ignorarlo todo, en mi cultura hay lagunas tan hondas que no me extrañaría que en una de ellas estuviera Nessie. Por no ser, ni siquiera soy aficionado al fútbol. Pero de todo esto se dará puntual noticia a su debido tiempo.
Por lo demás, nada ha cambiado. Sólo que a partir de ahora, si alguien me pregunta qué está haciendo el señor Montalbán, tendré que contestar que no lo sé, porque hace unos días, sin dar explicación, Manolo se fue de viaje y todavía no ha vuelto”.




Eduardo Mendoza fue el primer escritor con quien me descubrí riendo mientras pasaba las páginas de un libro, cuando pensaba que la literatura era una cosa seria. Fue el primer escritor con el que disfruté de una novela con una estructura compleja que daba saltos una y otra vez en el espacio y en el tiempo, con personajes inolvidables como Onofre Bouvila o Pajarito de Soto. Fue el escritor que consolidó Barcelona como una de mis ciudades literarias preferidas, siendo trasfondo y al tiempo protagonista de novelas como “Las aventuras del tocador de señoras”, “Mauricio o las elecciones primarias” o “Sin noticias de Gurb”.
En 2010 ganó el Premio Planeta con “Riña de gatos. Madrid.  1936”.
Varias cosas me llamaron la atención por entonces, como que le llegara tan tarde el Planeta, o que se atreviera con un tema tan sensible (todavía) como el de la Guerra Civil Española,  o que eligiera Madrid como escenario de la trama, de modo que no tardé en hacerme con un ejemplar.
El título hacía referencia a un cuadro de Goya que siempre me ha puesto los pelos de punta, en el que dos erizados mininos se enseñan sus respectivas fauces sobre un muro en ruinas, en medio de un paisaje vacío y tenebroso. La alegoría que Goya pintara premonitoriamente en 1786 era perfectamente válida para 1936. Y con este homenaje al pintor aragonés, pronto me percaté de que la pintura, en este caso la de Velázquez, estaba en el fondo de la trama de la novela.



Una novela que se sitúa en 1936, un año convulso en una España gobernada por la coalición de izquierdas del Frente Popular, con el trasfondo de la conflictividad social generada por la violencia callejera de fascistas y anarquistas. Un país en el que los rumores sobre conspiraciones y golpes de Estado estaban a la orden del día.
En este ambiente, Eduardo Mendoza inserta la trama y al personaje protagonista, Anthony Whitelands, un inglés experto en arte que es requerido por un aristócrata para tasar unos cuadros de su propiedad que necesita vender para poder sacar del país a su familia ante un inminente enfrentamiento civil.
Pronto, Whitelands, sin quererlo, se ve rodeado por los acontecimientos políticos cuando descubre que el aristócrata posee una obra de Velázquez desconocida y sin catalogar.
A través de la mirada flemática y confiada de este extranjero, amante de la cultura española,  Eduardo Mendoza muestra un paisaje en el que las disputas partidistas se van calentando día a día y en las calles se impone el ruido de las pistolas y la violencia, el ruido de la riña de gatos.
Pero no todo en la novela es política, porque para el protagonista se impone el amor por el arte y por la obra de Velázquez, de modo que la vida del pintor sevillano va tapando el olor a pólvora colocando al arte por encima del odio.
Además la novela va adquiriendo tintes que remiten a “El tercer hombre” de Graham Greene, ya que el escritor pone en juego a las fuerzas del espionaje y contraespionaje de las grandes potencias que tienen intereses en España, como son la Italia fascista o la Alemania nazi que tratan de armar a la Falange ante el inminente golpe de estado. El aristócrata español resulta ser un falangista que intenta vender el Velázquez para contribuir con la causa falangista, y el gobierno británico quiere aprovechar la intervención de Anthony Whitelands para que esa operación salga bien, preocupado como está por un próximo triunfo de la revolución bolchevique en España. Es el gobierno del Frente Popular quien hace todo lo posible para frenar dicha operación a través de un espía soviético que también anda enredado en este asunto.
Uno de los mejores momentos de la novela es la preparación de la conspiración contra la República que Mola, Franco y Queipo del Llano llevan a cabo en la casa del aristócrata, el Marqués de Igualada. La descripción física y psicológica de los personajes no tiene desperdicio. Esta reunión que pudo ser más o menos real en su día, se convierte en comedia cuando entra en juego nuestro protagonista que aparece como una especie de intruso al que los militares buscan por toda la casa y de los que finalmente consigue zafarse al estilo del innominado y quijotesco protagonista de “El misterio de la cripta embrujada”.
Casi al final de la novela, admirando el cuadro de “Las Meninas”, Whitelands reflexiona en voz alta:
“Después de un largo silencio, Velázquez pintó este cuadro al final de su vida. La obra cumbre de Velázquez y también su testamento. Es un retrato de corte al revés: representa a un grupo de personajes triviales: niñas, sirvientas, enanos, un perro, un par de funcionarios y el propio pintor. En el espejo de refleja borrosa la figura de los Reyes, los representantes del poder. Están fuera del cuadro y,  por consiguiente, de nuestras vidas, pero lo ven todo, lo controlan todo, y son ellos los que dan al cuadro su razón de ser”.
El final del relato histórico es conocido por todos. Lo que ocurre con el desconocido cuadro de Velázquez y con Anthony Whitelands queda para los lectores de la novela.
Arte, historia, intriga, humor, y mucho talento, son los ingredientes de este libro que hizo más grande, si cabe, al merecido Premio Cervantes.







1 comentario:

  1. Uno de mis autores favoritos, aunque con dos caras: libros que me han gustado mucho, como La isla inaudita y libros que no me han gustado nada como Sin noticias de Gurb. Quizás una excepción entre sus lectores. Éste no lo conozco, una buena oportunidad la excusa del Cervantes para retomar alguno de sus libros. Saludos.

    ResponderEliminar