miércoles, 14 de junio de 2017

El palacio de la luna, de Paul Auster



El primer libro que leí de Paul Auster fue La noche del oráculo. Me dejé hipnotizar por el título y esa portada en la que aparecía la imagen de un puente iluminado por una enorme luna llena. Lo que encontré dentro de sus páginas me gustó tanto como la portada y el título. Había descubierto a un gran escritor, de modo que empecé a adquirir y a leer los libros de Paul Auster, y aparecieron títulos tan fascinantes como Ciudad de Cristal, El país de las últimas cosas, La música del azar, El libro de las ilusiones, La invención de la soledad o El Palacio de la luna. Paul Auster se convirtió en uno de mis escritores favoritos.
Este último libro, El palacio de la luna, es uno de los que más veces he leído y regalado. El último ejemplar que compré fue el que abrió la colección de clásicos de la Editorial Anagrama. Jorge Herralde lo colocó como reclamo y no creo que se equivocara.
Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un medio de salvarme por medio de la mente de otros. Esa fue la primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas. Acepté el trabajo que me ofreció el viejo de la silla de ruedas. Descubrí quien era mi padre. Crucé a pie el desierto desde Utah a California. Eso fue hace mucho tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, los recuerdo como el principio de mi vida.
Así comienza esta novela, en la que los años sesenta, con la guerra de Vietnam, el movimiento hippie o la carrera espacial con la llegada del hombre a la luna, Nueva York o el sueño americano representado como el viaje hacia el Oeste, sirven de trasfondo a este viaje hacia las raíces del protagonista.
El palacio de la luna, lugar que nos hechiza y nos maravilla en un primer momento, es en realidad el nombre de un restaurante chino cuyas luces de neón se pueden observar desde el apartamento de la calle 112 Oeste de Nueva York, lugar donde vive el protagonista de la novela, Marco Stanley Fogg.
El libro está dividido en siete capítulos y está narrado en primera persona por Marco, quien nos va mostrando el argumento en el primer párrafo de cada uno de ellos, para después ir entrando en detalle de todo lo sucedido, es decir, va de lo general a lo particular haciendo una especie de zoom literario. A veces, el narrador, se dirige directamente al lector para contarle su historia, como si de un conocido suyo se tratara.
En el primer capítulo, Paul Auster nos pone frente a la vida de Marco Stanley Fogg desde su infancia (no conoció a su padre y su madre falleció siendo él muy joven) hasta el momento en que es desahuciado de su piso de la calle 112 cuando se queda sin el dinero que había recibido para estudiar en la Universidad de Columbia. Aparece el protagonista y la que será la persona más importante de su vida, su tío Víctor. También sus aficiones que no son otras que la lectura, la escritura, la invención, la música o el baseball. Los libros son también protagonistas pues acompañan a Fogg en todo momento. Son los que le regaló su tío Víctor cuando fue a estudiar a Nueva York, mil cuatrocientos noventa y dos libros que, además de leer, se convierten en el mobiliario de su apartamento.
Los nombres de los personajes no están puestos al azar. El nombre del protagonista es, evidentemente, un homenaje a los viajes que hicieran Marco Polo, Morgan Stanley o Phileas Fogg. Su madre, que se llamaba Emily y su tío Víctor, tienen nombres literarios que nos remiten a Emily Bronte y Víctor Hugo. Su madre murió con tan solo 29 años. Trabajaba en una editorial de libros de texto. Era propensa al mal humos y solía estar triste. Su tío Víctor, hermano mayor de su madre, era músico clarinetista, soltero y con tendencia a la apatía y a la ensoñación. Era de esa clase de personas que siempre están soñando con hacer otras cosas mientras están ocupadas. Cuando murió su madre, Marco fue a vivir con él a Chicago. No era difícil querer al tío Víctor […]  Al cabo de un mes de mi llegada, habíamos desarrollado un juego consistente en inventar países entre los dos, mundos imaginarios que invertían las leyes de la naturaleza. Una de las cosas que más les gustaba era jugar con las palabras.
El tío Víctor parte con su banda hacia el Oeste (más tarde lo hará el propio Marco) de modo que Marco se queda solo y regresa a Nueva York. Bueno en realidad no se queda tan solo, pues su tío le regala los mil cuatrocientos noventa y dos libros que tiene (nueva referencia a un viaje, tal vez el más famoso de la historia). También le regala un ajedrez, los autógrafos de jugadores de béisbol y un traje de tweed que Marco no se quitará en mucho tiempo porque en momentos de tensión y tristeza constituía para mí un consuelo sentirme arropado en el calor de la ropa de mi tío. Como sucede en los cuentos de Flannery O`Connor, la ropa es un elemento simbólico, que va a apareciendo a lo largo de la novela.
Marco logra terminar sus estudios universitarios encerrado en un apartamento de Nueva York, casi en la indigencia. Justo después de que Neil Armstrong ponga un pie en la Luna, Marco Stanley Fogg abandona el apartamento y se convierte en un indigente que sobrevive en Central Park: Me acordé de una escena de un libro que leí una vez, El lazarillo de Tormes, en el que un hidalgo muerto de hambre se pasea por todas partes con un palillo de dientes en la boca para dar la impresión de que acaba de tomar una copiosa comida. Empecé a adoptar yo también el disfraz del palillo de dientes y siempre cogía un puñado cuando entraba en una cafetería a tomar un café. A punto de morir de inanición, dos amigos de la universidad, Zimmer y Kitty lo rescatan.

Tras su recuperación, nuestro protagonista comienza a trabajar cuidando al viejo Effing, un hombre ciego, que le pide que le describa todo lo que ve cuando salen a pasear por la ciudad: El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende a nuestra boca. Marco comienza a hacer ejercicios con la palabras hasta conseguir que el viejo Effing sea capaz de ver las cosas por sí mismo. Me costó semanas de duro trabajo simplificar mis frases, aprender a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubrí que cuanto más aire dejara alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso le permitía a Effing hacer un trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de una sugerencias, sentir que su mente viajaba hace las cosas que yo le describía
Marco está aprendiendo el oficio de escritor a base de practicar con un ciego que, en realidad, no es otro que el propio lector que construye imágenes en su mente a partir de las palabras que alguien ha colocado en un papel en blanco con esa intención. Para lograrlo, Marco practica una y otra vez, como debe hacer cualquier escritor que se precie. Repasaba los objetos de la habitación para ver si podía mejorar mis descripciones. Cuanto más trabajaba en ello, más en serio me lo tomaba. A veces se siente orgulloso de las palabras elegidas, pero no siempre: las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional.
El empeño por aprender a mostrar el mundo al viejo Effing se va a convertir en la tabla de salvación de Marco. El viejo le dará unas cuantas lecciones obre como narrar historias. Cuando fui a París en 1920 —la dice a Marco—no había necesidad de darle los datos a nadie. No me importaba lo que pensaran. Mientras yo fuera convincente ¿Qué más daba lo que hubiera pasado en realidad? Inventé varias historias, cada una de las cuales mejoraba la anterior. El viejo Effing hace literatura inventando su vida. La verdad no era lo importante. Lo fundamental era que esa historia que se había inventado fuera verosímil, convincente. Continúa hablándole: Probablemente las mejores eran las historias de guerra. Estoy hablando de la Gran Guerra, la que desgarró el corazón del mundo la que iba a poner fin a todas las guerras. Era elocuente, inspirado. Sabía explicar el miedo como nadie, los cañones que atronaban por la noche, los soldados de infantería con cara de imbécil que se cagaban en los pantalones. Metralla, decía, más de seiscientos fragmentos de metralla se me clavaron en las piernas. Eso fue lo que me ocurrió. Los franceses no se cansaban de escucharme. Effing es un contador de historias inventadas, pero al final de su vida decide contar su  verdadera historia y para hacerlo enseña a Marco a escribir como un novelista. La referencia a Ernest Hemingway está clara, ya que, además de ser uno de los grandes contadores de historias, participó en la Gran Guerra y fue herido en una pierna en la Batalla de Caporetto, historia que narró en su célebre, Adiós a las armas.
De manera que El palacio de la luna, además de un viaje lleno de historias,  es un verdadero manual de escritura, ya que la literatura se convierte en el hilo conductor de toda la novela. De hecho todos los personajes tienen alguna relación con los libros. El tío Víctor tiene mil cuatrocientos noventa dos libros que deja en herencia a Marco quien los devora cuando se marcha de gira con su banda de jazz. Su madre, Emily, trabajó en una editorial, Effing enseña indirectamente a escribir a Marco y lo contrata para que le lea en voz alta. Salomon Barber, hijo de Effing, es historiador, profesor y ha escrito varios libros.
En una conversación entre Effing y Marco, el viejo le pregunta qué hará cuando él muera, y éste le responde que estudiará biblioteconomía porque después de todo las bibliotecas no están en el mundo. Son sitios aparte, santuarios del mundo puro. De ese modo podré seguir viviendo en la luna el resto de mi vida.

                                             


Traducción Maribel De Juan


2 comentarios:

  1. Uep!!!
    Cuanto tiempo....
    De Paul Auster sólo he leído un mini libro "El cuento de Navidad de Auggie Wren"... una especie de relato que se lee en un suspiro. Es un autor muy prolífico... algo así como un Stefan Zweig... Creo que tendría que plantearme ahondar más en su obra!! ;)

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    Respuestas
    1. Hola Ana Belén!
      Por aquí estamos de nuevo.
      No se si Paul Auster está al nivel de Stefan Zweig (¡Palabras mayores!), pero es un autor que me gusta mucho. Tiene novelas estupendas, aunque para mí, su obra autobiográfica, "La invención de la soledad", es de lo mejor que ha escrito.
      Seguro que lo disfrutas.
      Un abrazo!



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