miércoles, 15 de marzo de 2017

La caverna, de José Saramago


La caverna fue la primera novela que leí de José Saramago. Todavía me recuerdo toda la tarde sumergido entre sus páginas, disfrutando como si de una maravillosa melodía se tratara. Pocas novelas que he leído después me han marcado tanto como La caverna.

El pasado cinco de marzo escribía Javier Marías en su columna de El País Semanal un artículo con motivo de la edición conmemorativa de su novela Corazón tan blanco que ha publicado Alfaguara. Señalaba  Marías que nunca relee sus libros, es más, alerta de los peligros de la relectura, sobre libros que uno leyó con entusiasmo en una época de la vida y pasado el tiempo le defraudan. “Y lo cierto es que no hay manera de saber de quién es la culpa: si del lector antiguo e ingenuo, si del lector actual y resabiado, si del libro mismo que era excelente cuando apareció y una birria cuando mal ha envejecido. Uno se encuentra, así, con que la realidad ignora no ya el valor intrínseco de una obra, sino su propia opinión al respecto. Por eso tiendo a huir las relecturas, con excepciones. A veces prefiero guardar un buen recuerdo difuso, y tal vez equivocado, antes que someterlo a la revisión de unos ojos más experimentados, impacientes y cansados.
La más famosa novela en español de la segunda mitad del siglo XX, Cien años de soledad, no me he atrevido a echármela a la vista desde que la leí muy joven: temo que ahora me decepcione, temo encontrarla increíble, pinturera, exagerada; o irritarme cuando me cuente que no sé qué personaje levita, algo que ya no le perdonaba en vida Cabrera Infante. Es un ejemplo.
Sé que puedo volver a Conrad, Flauvert, Melville y Dickens sin miedo, porque he corrido el riesgo con ellos y he salido reafirmado. Ya no estoy tan seguro con Faulkner, que leí con devoción, no digamos con Joyce y Virginia Woolf, que nunca me sedujeron mucho (con salvedades). No sé si aguantan todo Valle-Inclán ni todo Beckett, ni las novelas largas de Henry James (sí los cuentos), ni todos los puntillosos arabescos de Borges. No desconfío de los relatos de Horacio Quiroga. Si Rayuela me pareció una tontada en su día, no quiero imaginarme ahora. No regresaría a las novelas de Fitzgerald ni Hemingway (sí a algunos cuentos de  éste). Pos supuesto pueden revisitarse sin fin Shakespeare, Cervantes, Proust y Lampedusa…”

Leí La caverna en el año 2001, año de su publicación en España. Compré la novela del Círculo de Lectores con esa inquietante portada, ocupada totalmente por el muro de un edificio iluminado por la luz de una farola que no vemos,  con cuatro pares de ventanas en pequeños arcos de medio punto, dos en cada planta, todas ellas cerradas excepto una  que está abierta.
Quince años después decidí releer, en la misma edición, este libro que tan grato recuerdo me había dejado. Y ahí me atacaron los temores que menciona Javier Marías en su artículo. Me arriesgaba a la decepción, a que desdibujara ese recuerdo de Cipriano Algor y su hija Marta luchando contra los elementos. Temía que, en esos quince años transcurridos, fuese yo el que me había dejado llevar por la corriente y que la novela me pusiera enfrente de un viejo autorretrato borroso e irreconocible. Sabía a lo que me enfrentaba, así que la leí con más calma. Y me pareció que seguía siendo una obra magnífica.  Corrí el riesgo y salí reafirmado, con la novela, y también con el autor, aunque del autor nunca había dudado.


Era una relectura que me volvía a llevar a esa forma de escribir tan peculiar, sin apenas puntos aparte, sin signos de interrogación, y en lugar de rayas, mayúsculas después de las comas para distinguir cuando habla uno u otro en los diálogos. Me reencontré con esos personajes tan enormes, con tanta dignidad, ternura y sabiduría, de los que tanto había aprendido quince años atrás. Me volví a  sumergir en aquella música maravillosa. Y en esa música me reconocí perfectamente.

“Miren en qué situación estoy, un hombre trae aquí el producto de su trabajo, sacó la tierra, la mezcló con agua, la batió, amasó la pasta, torneó las piezas que le habían encargado, la coció en el horno y ahora le dicen que sólo se quedan con la mitad de lo que ha hecho y le van a devolver lo que tienen en el almacén, quiero saber si hay justicia en este procedimiento”.
Quien así habla es Cipriano Algor, alfarero viudo, que vive en un pequeño pueblo junto a su hija Marta y su yerno Marcial Gacho, vigilante de un enorme centro comercial, el Centro. Viven de vender la cerámica al Centro, pero nuevos materiales como el plástico se imponen y comienzan a provocar que la pequeña alfarería se quede sin pedidos. El Centro es el que decide sobre la vida y la muerte de los que se acercan a él, el Centro es un imán que todo lo engulle. El Centro  impone su forma de vida, una vida deshumanizada, una caverna. Todos dan por sentado que lo mejor que le puede pasar a uno es irse a vivir allí. Todos excepto Cipriano Algor, que se resiste a que una actividad tan antigua como la cerámica desaparezca.
Ante la angustia provocada por el anuncio del Centro de dejar de comprar la cerámica, una serie de pequeños pero importantes acontecimientos van teniendo lugar en torno a Cipriano Algor. El encuentro  casual con una vecina, Isaura, también viuda, a las puertas del cementerio, o la llegada a la casa de Encontrado,  un perro perdido y muy listo. Estos dos pequeños hechos van a marcar la vida de los Algor. Por otro lado está la determinación de Marta, que decide innovar en la alfarería para tratar de que no se hunda, y convence a su padre para embarcarse en el proyecto de modelar figuras humanas para intentar venderlas al Centro. Sabe que será en vano, pero también sabe que está en juego no sólo el negocio, sino también la vida de su familia.

El narrador omnisciente suele aparecer por encima del relato, cual si fuera, que lo es, el propio Saramago, para dirigirse al lector con reflexiones como la que sigue: “Las enciclopedias son como cicloramas inmutables, máquinas de proyectar prodigiosas cuyos carretes se quedaron bloqueados y exhiben con una especie de  maníaca fijeza un paisaje que, condenado de esta forma a ser, para siempre jamás, aquella que fue, se irá volviendo al mismo tiempo más viejo, más caduco, más innecesario. La enciclopedia comprada por el padre de Cipriano Algor es tan magnífica e inútil como un verso que no conseguimos recordar.
No seamos, sin embargo soberbios y desagradecidos, traigamos a la memoria la sensata recomendación de nuestros mayores cuando nos aconsejaban guardar lo que no era necesario porque, más pronto o más tarde, encontraríamos ahí, lo que sin saberlo entonces, nos acabaría haciendo falta”.
Eso es la alfarería, una palabra de la enciclopedia que envejece. Eso es la enciclopedia, una palabra que envejece. Envejecen juntas.

Rodeados de vasijas y con las manos llenas de barro, las conversaciones entre padre e hija  no tienen desperdicio. Pura filosofía.
“Viví, miré, leí, sentí, Qué hace ahí el leer, Leyendo se acaba sabiendo casi todo, Yo también leo, Por tanto algo sabrás, Ahora ya no estoy tan segura, Entonces tendrás que leer de otra manera, Cómo, No sirve la misma forma para todos, cada uno inventa la suya, la suya propia, hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir nunca ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa, A no ser, A no ser, qué, A no ser que esos tales ríos no tengan dos orillas sino muchas, que cada persona que lee sea, ella, su propia orilla, y que sea suya y sólo suya la orilla a la que tendrá que llegar, Bien observado, dijo Cipriano Algor, una vez más queda demostrado que no les conviene a los viejos discutir con las generaciones nuevas, siempre acaban perdiendo…”
El alfarero es un hombre sabio, pero conforme avanza la novela, su hija demuestra estar a la altura, incluso superarle. Marta, casada con el vigilante Marcial, sin duda, es uno de los grandes personajes creados por José Saramago.

Es ahí, en el aprendizaje y en la crítica, donde cobra sentido el título de la novela. Saramago no duda en tomar la famosa Alegoría de la caverna de Platón para darle sentido a esta obra. El epígrafe que abre la novela, extraído del libro VII de la República de Platón dice así: “Qué extraña escena describes y qué extraños prisioneros, Son iguales a nosotros”.
Saramago afirmó: “La caverna ha sido escrita para que la gente salga de la caverna”.




 Traducción del portugués: Pilar del Río





2 comentarios:

  1. Por esa misma época leí yo también a Saramago (para la ministra de cultura de entonces "Sara Mago", jaja. Aunque al parecer es una leyenda urbana), pero no llegué a "La Caverna". Creo que fue "Ensayo sobre la ceguera" el que más me gustó, luego lo adaptaron al cine, con poco tino. Recuerdo, eso sí, o me ha venido a la mente al leerte, el argumento de la novela. Creo que por una entrevista de Saramago, donde decía que era una crítica a la sociedad de consumo. Estaría bien reengancharme a este gran autor quince años después con "La caverna", ya que parece que seguimos inmersos en ella.
    Saludos.

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    1. Pues yo recuerdo a la señora ministra de cultura diciéndo lo de Sara Mago, aunque seguramente esto sea un recuerdo inventado y todo sea una leyenda urbana como dices. Lo cierto es que le dio bastante publicidad a José Saramago . Claro, que para eso está el ministerio de cultura ¿verdad?

      Yo leí esa especie de trilogía (todavía no sé por qué se las englobó de este modo) formada por "la Caverna", "Todos los nombres", y "Ensayo sobre la ceguera". La que más me gustó fue "La caverna", aunque las otras dos me parecieron espléndidas. Años después publicó "Ensayo sobre la lucidez" y recuperó a los personajes del "Ensayo sobre la ceguera". El argumento es muy interesante. El día de las elecciones todo el mundo decide votar en blanco y el gobierno no sabe cómo actuar ante semejante resultado. Si "La caverna" lleva implícita la crítica al sistema económico, "Ensayo sobre la lucidez" ponen en cuestión el sistema político. Muy grande Sara Mago.

      Un saludo

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